En los márgenes silenciosos de una despedida, un padre regresa de la sierra con un paquete de dulces y una promesa a cuestas. A través de los ojos de un niño, esta narración íntima y entrañable reconstruye el último día junto a su madre fallecida, entre el olor del polvo del camino, el consuelo de una sopa humeante y la firmeza de unas manos que aún saben sostener. En medio del duelo, el relato transita con delicadeza por los ritos del adiós, el peso de la ausencia y la semilla de la fortaleza que se siembra en la infancia.
"Aflicción" es una historia de dolor, amor y ternura, contada con la voz limpia y sabia de quien aún recuerda cómo se camina tomado de la mano. Es un relato breve y profundo sobre la pérdida, la unión familiar y la ternura masculina, contado con un lenguaje claro, emotivo y lleno de humanidad. Un homenaje a la infancia y a esos padres que, incluso en medio del dolor, saben sostener.
La narrativa equilibra lo poético y lo narrativo, sin recurrir a excesos sentimentales, y apuesta por una emotividad honesta, sugerente, que deja espacio para el lector.
Aflicción
Pablo Rodríguez Prieto
Mi papá, al llegar desde la sierra, trajo un paquete de dulces y fue lo
primero que nos entregó, como si con aquel gesto quisiera endulzar los días
amargos que estaban por venir. Miguel no quería soltarse de los brazos que lo
sostenían en alto y, desde allí, procuraba adelantarse a nosotros en la
repartición de las golosinas. Dentro de la cabina del camión —que olía a polvo
del camino recorrido y escondidos tras el parabrisas sucio— nos desnudó con
ternura, sin apuro, y nos vistió con prendas nuevas, limpias, como si intentara
protegernos de la sombra que nos esperaba al otro lado de la puerta. Se las
ingenió de tal manera que, al bajar de allí, Miguel —que siempre andaba
despeinado— ahora lucía bien peinado y ordenado.
Ya parados en la puerta de la quinta, donde habíamos vivido los últimos
años, papá se arrodilló en un gesto solemne. Sus ojos buscaban los nuestros con
suavidad, y en voz baja —como si temiera que las palabras pudieran romper algo
frágil en el aire— nos dijo:
—Sean fuertes ante las pruebas que la vida les ponga.
Luego, con una seriedad que no le conocíamos, añadió:
—No están solos. Yo siempre estaré con ustedes. Se los prometo, muchachos.
Entramos por última vez al cuarto que nos había cobijado durante tanto
tiempo. En una caja negra, rodeada de velas, yacía mi madre. Oswaldo se acercó
primero y, empinándose, trataba de ver lo que había dentro. Mi padre nos tenía
cargados a Miguel y a mí. Se acercó con nosotros hasta el borde del féretro y,
en silencio, permaneció allí un buen rato. Una vecina se acercó con la
intención de ayudarlo, pero él volteó y, con una mirada dulce, sin decir
palabra alguna, le hizo entender que nos dejara solos por un momento.
Ese instante mágico, donde sin mediar palabra los cuatro nos encontrábamos
muy unidos, fue quebrado por la bullanguera llegada de una señora regordeta y
bajita, de voz chillona, que traía la cabeza cubierta con una pañoleta negra.
Al ver a mi papá, se abalanzó sobre él tratando de darle un abrazo, cosa que
consiguió a medias, rodeando su cintura con los brazos y apoyando su cabeza
sobre la barriga y los pies de Miguel, a quien papá aún cargaba. La acompañaba
un hombre delgado y cejijunto, que esperó pacientemente a que papá lograra
separarse de aquella mujer —que hasta ese momento no conocíamos— y que parecía
no darse por enterada de nuestra presencia. Papá, aún con esa serenidad herida
que lo envolvía, les estrechó la mano y se abrazaron largo rato. Resultó ser su
hermano, y ella, su esposa, a quienes no recordaba haber visto nunca.
Nos alejamos. El olor era denso, como si la tristeza también tuviera aroma.
Oswaldo había cogido a Miguel y me pedía que lo acompañara para salir de allí.
Al salir del cuarto, doña Hermelinda —la señora que nos cuidaba cuando mamá
estaba enferma y papá de viaje— nos condujo a un lugar donde hervía, en una
enorme olla, algo que olía agradable. Nos alcanzó una bandeja con agua, y
Oswaldo comenzó por lavar las manos de nuestro hermano menor. Cuando fue mi
turno, intenté imitarlo, pero protesté: Miguel había ensuciado el agua. Sin
decir nada, doña Hermelinda sonrió con esa ternura antigua que tienen las
mujeres sabias, y cambió el líquido por uno limpio, sin reproches, sin prisa.
—Niños, niños... —repetía como una letanía, más para sí misma que para
nosotros.
Luego nos sirvieron un plato enorme a cada uno, con una sopa deliciosa y
humeante. Dentro había menestras, queso, tiernos granos de choclo y un trozo de
carne tan suave que se deshacía en la boca. A pesar del calor, traté de ganarle
a mi hermano mayor. No lo logré, pero a ambos nos sirvieron otra porción.
Miguelito comía lento, con la boca llena y los ojos atentos.
En medio de tantas caras tristes y ojos rojos, los tres nos sentíamos, por
un instante, felices. Bastaba la presencia de nuestro padre para que el mundo
pareciera menos amenazante.
—Ya son las once —dijo alguien, y comenzó un movimiento inusitado que
rompió la tranquilidad somnolienta de quienes acompañaban, y de otros que hasta
ese momento llegaban y se sentaban sigilosamente. Todos se pusieron en
movimiento. Noté que habían traído un paquete grande de flores olorosas y
coloridas; una vecina las repartía entre las damas presentes. El hermano de mi
papá se quitó el saco y, tras doblarlo cuidadosamente, lo colgó sobre el brazo
que cruzó sobre su pecho; se acomodó el sombrero y se quedó quieto. Su esposa
se movía de un lado a otro, dando instrucciones y opinando, sobre todo. Más de
uno de los presentes hacía una mueca de incomodidad ante sus comentarios.
Mi padre se acercó a nosotros y tomó las manos de Miguel y las mías. Comenzó a caminar hacia la calle. Oswaldo nos seguía, pisándonos los talones. El camión, que había estado estacionado en la entrada, fue retirado hacia el jirón Loreto, dejando libre la calle Arequipa hasta la calle Unión, por donde, lentamente, papá siguió caminando sin mirar atrás. Era una cuadra y media que recorrimos tomados de las manos, como midiendo que todos los pasos fueran iguales. Parecía una eternidad en la que no se dijo una sola palabra. El sol brillaba con fuerza y quemaba por igual.
Al llegar a la calle Unión, mi padre se detuvo. Nos miró con una ternura
solemne, como quien sabe que las palabras que vienen quedarán para siempre.
Entonces comenzó a contarnos la historia de unos pajaritos que vivían felices
con su madre en un nido tibio y elevado, entre ramas firmes y hojas
susurrantes. Nunca les faltó alimento, ni abrigo, ni el canto dulce que los
arrullaba cada noche. Pero, como en todos los cuentos verdaderos, llegó el
momento en que los pajaritos tuvieron que abandonar el nido. Aprendieron a
volar, y con alas nuevas partieron hacia otros cielos. Encontraron nuevos
amigos, nuevas ramas, nuevos juegos. La vida les sonreía en colores
desconocidos. Pero el nido quedó atrás, quieto, y su madre, con los ojos llenos
de cielo, emprendió también su último vuelo. Uno del que no se vuelve.
—Ahora estamos aquí —dijo mi padre, bajando la voz—. Quisiéramos que esto
nunca sucediera. Pero el viaje de mamá ha comenzado… y este, hijos, será para
siempre.
Soltó un suspiro leve, casi imperceptible, como quien deja escapar una
pequeña parte del alma. Luego comenzó a contarnos lo que había sucedido en su
último viaje. Hablaba despacio, con una cadencia tranquila, como si cada
palabra se tejiera con el cuidado de quien sabe que está dejando una herencia
invisible. Nos habló de lo que significaba la vida, de las vicisitudes y
contrariedades, de las sorpresas que nos tiene reservadas —algunas agradables,
otras no tanto—. Nos pedía que tomáramos las cosas como llegaran, que debíamos
ser siempre fuertes dondequiera que estuviéramos y ante lo que se nos
presentara.
—Ustedes están comenzando a vivir —nos decía—. No es dable que empiecen a
correr por la vida cargando cosas que no les sirvan. Aprendan a tomar de la
vida solamente lo más útil; lo demás, deséchenlo. No vaya a ser que, por estar
cargando cosas inútiles, se vean dificultados para transitar por el mundo.
Hizo una pausa. El aire parecía haberse detenido.
—No se sometan al yugo de los recuerdos tristes. Guarden solo lo necesario.
Recuerden que en este mundo hay un ser supremo que siempre provee a sus hijos.
Él nunca los deja desamparados. Caminen con fe. Busquen caminos firmes, los que
conducen a la grandeza personal. Huyan de la mezquindad. Sean generosos con
quien tiene menos. Compartan. Manténganse unidos.
Sus ojos, al decir esto, se llenaron de una tristeza serena.
Habíamos llegado al camposanto. Los pasos se volvieron más lentos, más
pesados. Mi madre era llevada en hombros, cubierta de flores. Permanecimos
parados, viendo pasar el cortejo, envueltos en un silencio reverente. Mi padre
soltó una lágrima que muy pronto el viento secó. Se puso en cuclillas y nos
abrazó con fuerza, como si en ese abrazo quisiera protegernos de todo lo que el
mundo aún no nos había mostrado.
Entonces nos alejamos del lugar.
No volvimos la vista atrás.
No vimos más.
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