Aflicción
Mi papá nos había traído ricos dulces
desde la sierra y fue lo primero que nos entregó. Miguel no quería desprenderse
de los brazos que lo tenían alzado y desde allí procuraba adelantarse a
nosotros en la repartición de las golosinas. Dentro de la cabina del camión nos
desnudó y nos puso ropa nueva a los tres. Se las ingenió, de manera tal que, al
bajar de allí, Miguel que siempre andaba despeinado, ahora lucía bien peinado y
ordenado. Ya parados en la puerta de la quinta, donde vivimos los últimos años,
volvió a hincarse de rodillas para poder decirnos en voz baja:
- Sean fuertes ante las pruebas que
nos pone la vida - Nos recordó que no estábamos solos y que él siempre estaría
con nosotros -. Se los prometo muchachos - dijo finalmente muy quedo.
Entramos por última vez al cuarto que
nos había cobijado mucho tiempo. En una caja negra, rodeada de velas, se
encontraba mi madre. Oswaldo se acercó primero y empinándose trataba de ver lo
que había dentro. Mi padre nos tenía cargados a Miguel y a mí. Se acercó con nosotros
hasta el borde del féretro y en silencio se quedó parado un buen rato. Una
vecina se acercó con la intención de ayudarlo, pero él volteo y con una mirada
dulce, sin decir palabra alguna, le dio a entender que nos dejase solos por un
momento.
Ese momento mágico, donde sin mediar
palabras, los cuatro nos encontrábamos muy unidos, fue quebrantado por la
bullanguera llegada de una señora regordeta y bajita, de voz chillona, que
traía la cabeza cubierta por una pañoleta negra. Al ver a mi papá se abalanzó
sobre él, tratando de darle un abrazo, cosa que consiguió a medias rodeando sus
brazos alrededor de su cintura y apoyando su cabeza sobre la barriga y los pies
de Miguel que mi padre lo traía cargado. Venía acompañada de un señor delgado y
cejijunto, que esperó pacientemente que mi papá logrará separarse de quien
hasta ese entonces no la conocíamos y que parecía no darse por enterada de
nuestra presencia, finalmente pudieron acercarse y darse un fuerte apretón de
manos, ambos se cogieron de los hombros y sin soltarse las manos se quedaron
conversando un buen rato. Resultó ser el hermano de papá y su esposa a quienes
no recordaba nunca haberlos visto. Oswaldo había cogido a Miguel y me pedía que
lo acompañe para ir afuera. Definitivamente, nuestra presencia no fue tomada en
cuenta por aquella pareja.
Al salir del cuarto doña Hermelinda,
la señora que nos cuidaba cuando mamá estaba enferma y papá de viaje, nos
condujo a un lugar donde hervía en una enorme olla algo que olía agradable. Nos
alcanzó una bandeja con agua y Oswaldo comenzó por lavar las manos de nuestro
hermano menor. Al retirarse para secarlo, traté de hacer lo mismo yo, pero me
quejé de que Miguel había ensuciado el agua. Complaciente doña Hermelinda,
renovó el líquido con una sonrisa en la cara.
- Niños, niños - repetía.
Nos sirvieron un plato grande a cada
uno, de una deliciosa y agradable sopa. Dentro de ella había menestras, queso,
choclo y un trozo de carne tan suave que se deshacía en la boca. Estaba humeante,
pero aun así traté de ganarle a mi hermano mayor. No lo logré, pero a los dos
nos volvieron a servir otra porción. Miguelito comía lento y le alcanzaban los
alimentos en la boca.
Los tres estábamos contentos en medio
de tanta cara triste y llorosa. La presencia de nuestro padre nos cambiaba el
ánimo siempre, en esta ocasión mucho más aún.
Ya son las once, dijo alguien y
comenzó un movimiento inusitado que rompió la tranquilidad somnolienta de las
personas que acompañaban y otras que hasta ese momento llegaban y se sentaban
sigilosamente. Todos se pusieron en movimiento. Noté que habían traído un
paquete grande de flores olorosas y coloridas, una de las vecinas las repartía
entre las damas concurrentes. El hermano de mi papá se quitó el saco y tras
doblarlo cuidadosamente, lo colgó sobre el brazo que cruzó sobre su pecho, se
acomodó el sombrero y se quedó quieto; su esposa, se movía de un lado para
otro, dando instrucciones y opinando, sobre todo. Más de uno de los presentes,
hacía una mueca de incomodidad ante sus comentarios.
Mi padre se acercó a nosotros y cogió
las manos de Miguel y las mías, comenzó a caminar hacia la calle, Oswaldo nos
seguía pisándonos los talones. El camión que estaba estacionado a la entrada,
fue retirado hacia el jirón Loreto, dejando la calle Arequipa libre hasta la
calle Unión, por donde lentamente mi padre siguió caminando sin mirar atrás.
Era una cuadra y media que caminamos tomados de las manos, como midiendo que
todos los pasos sean iguales. Parecía una eternidad en la cual no se dijo una
sola palabra. El sol brillaba con fuerza y quemaba de igual manera.
Al llegar a la calle Unión, nos
detuvimos, mi padre comenzó a contar la historia de unos pajaritos que vivieron
mucho tiempo en el nido con su mamá, habían sido muy felices y nunca les faltó
ni cariño ni alimentos, sin embargo, llegó el momento en que tenían que dejar
el calor del nido que les había cobijado. Tenían que asumir el reto de una
nueva vida, aprendieron pronto a volar y se fueron lejos, todo era distinto.
Conocieron a otros pajaritos y pajaritas también, con ellos jugaron bastante y
con el juego aprendieron a vivir muy bien con lo que les daba la madre
naturaleza a quien todos los días agradecían por lo felices que eran. Pero,
concluyó, nada dura para siempre, ahora estamos acá, quisiéramos que esto nunca
sucediera, pero el último viaje de mamá comienza y esta vez el de ella será
para siempre.
Soltó un ligero suspiro y comenzó a
contarnos lo que había sucedido en su último viaje. Luego nos habló de lo que
significaba la vida, de las vicisitudes y contrariedades, de las sorpresas que
nos tiene reservadas, algunas agradables y otras no tanto. Nos pedía que a las
cosas las tomemos como llegan, que debiéramos ser siempre fuertes donde quiera
que nos hallemos y ante las cosas que se nos presenten.
- Ustedes están comenzando a vivir -
nos decía -. No es dable, que comiencen a correr por la vida cargados de cosas
que no les pueda servir. Aprendan a coger de la vida solamente lo más útil, lo
demás deséchenlo. No vaya a ser que por estar cargando cosas inútiles se vean
dificultados de transitar por el mundo. Aprendan a ser libres y no se sometan
al yugo de los recuerdos ingratos. Guarden solo lo necesario, recuerden que en
la vida hay un ser supremo que a sus hijos siempre les provee de lo que
necesitan. Vayan por caminos seguros que los conduzcan a la grandeza personal.
Aléjense de las mezquindades y alienten siempre al desvalido. Sean compartidos
y manténganse unidos - dijo mirándonos con tristeza. Habíamos llegado al
camposanto, mi madre era traslada en hombros, permanecimos parados viendo pasar
a los acompañantes del féretro, mi padre soltó una lágrima que muy pronto el
viento secó y nos abrazó con fuerza poniéndose en cuclillas, nos alejamos del
lugar, no vimos más.
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