Incendio en la ciudad

En un pequeño pueblo sofocado por una ola de calor implacable, la rutina se rompe cuando un incendio arrasa con calles enteras, dejando tras de sí destrucción, miedo y cenizas. Desde Doña Paula, atrapada en sus compras bajo el sol abrasador, hasta Jesús y su joven esposa a punto de dar a luz, los habitantes enfrentan el caos con desesperación, fe o resignación. Mientras el fuego avanza sin control, cada rincón del pueblo revela su fragilidad y su fuerza.


Este relato reconstruye, con realismo conmovedor, el día en que el fuego transformó no solo el paisaje, sino también el alma de una comunidad que nunca volvió a ser la misma.


Incendio en la ciudad

Pablo Rodríguez Prieto

La ciudad hervía bajo un sol inmisericorde. El calor de la mañana era tan intenso que quienes se atrevían a transitar por las calles lo hacían a grandes trancos, huyendo de los abrasadores rayos solares que caían despiadadamente sobre sus cabezas, como dardos o lanzas que atravesaban sombreros, sombrillas o cualquier artilugio usado para aislar la inclemencia del clima.

Doña Paula, cubierta por un paraguas negro, hacía las últimas compras en el mercado de abastos. Una pesada bolsa ralentizaba su andar, y avanzaba empujando a quien osara cruzarse en su camino. Su mal genio se incrementaba con el calor, que la hacía transpirar a raudales. Lamentaba haberse quedado dormida y estar a esas horas transitando bajo semejante sofocación. Vendedores y compradores usaban abanicos tratando de encontrar algo de alivio.

En la fábrica de bebidas gaseosas, ubicada a cinco cuadras del mercado, los operarios respiraban con dificultad, tratando de mantener la calma y no detener la línea de producción. Una antigua embotelladora pasaba lentamente los envases para ser llenados y luego tapados a presión. José, un experimentado obrero, sudaba a chorros, mientras sus dos ayudantes se disputaban la pequeña sombra que los cubría a esa hora de la mañana. Las cajas con las botellas recién etiquetadas y listas para la venta eran colocadas a la intemperie.

En la puerta de la imprenta Peruselva, muy conocida en la ciudad, estaba parado Jesús junto a su mujer, una jovencita —casi una niña— que, embarazada, estaba a punto de dar a luz. Buscaban alguna brisa que aliviara el sopor. El calor se intensificaba por momentos, pero el pueblo llevaba una semana siendo, literalmente, un horno.

Frente a la imprenta, Frida, la propietaria de una tienda de recuerdos, hacía lo propio y saludó a Jesús y a su mujer levantando la mano. Nadie entraba a su negocio desde hacía días: el calor había vaciado las calles y ahuyentado a los pocos visitantes que solían aparecer por esa época.

En medio de ese triángulo —mercado, fábrica, imprenta— se alzaba una tienda de calzados, siempre reluciente, recién remodelada, con ventiladores girando en el techo. Muchos entraban solo para refrescarse un poco antes de volver a salir, sin comprar nada.

Eran las once de la mañana cuando la monótona rutina se rompió con el grito de una de las empleadas de la zapatería. Brincaba dando saltitos cortos mientras soltaba chillidos, lo que inicialmente llamó la atención en la concurrida tienda sin que se entendiera la razón. Señalaba con su dedo índice —que lucía una espectacular, muy bien cuidada y larga uña— el cielo raso, a la altura del último de los ventiladores, que al girar dibujaba espirales de humo. Nadie veía lo que señalaba: la mayoría observaba el dedo, la uña o las piernas bien torneadas que daban aquellos saltitos graciosos.

De pronto, una explosión en el techo de la zapatería soltó una enorme llama, una densa nube de humo lo cubrió todo impidiendo ver qué estaba pasando. Todos huyeron despavoridos del local, incluyendo, claro está, a la llamativa señorita con su elegante dedo, su hermosa uña y sus lindas piernas.


Muy pronto, todo el local ardía incontrolablemente en medio de un sol abrazador que mantenía todo muy seco. Las llamas se extendieron en pocos minutos al local contiguo, una tienda de telas, cuyos productos favorecieron la propagación del fuego. En simultáneo, y antes de que nadie atinara a hacer algo para apagar el incendio, este ya estaba sobre al menos seis viviendas aledañas, hechas en su mayoría de madera y otros materiales combustibles.

Las personas corrían de un lado a otro sin saber qué hacer. Mientras unas se alejaban despavoridas, otras se acercaban llenas de curiosidad. Gritos lastimeros se escuchaban por todos lados, y el fuego creció tan rápido que ya era casi imposible apagarlo. Una enorme hoguera ardía en medio de la ciudad, antes del mediodía.

Ante la ausencia de bomberos en la pequeña ciudad, fue el ejército quien acudió con sus soldados para tratar de ayudar en la emergencia. El fuego continuaba creciendo en todas direcciones. Los reclutas trataban de desalojar las viviendas aledañas y, de forma ingenua, pensaron que el fuego no atravesaría las calles. Pero se equivocaron: al comenzar la tarde, una brisa —tantas veces anhelada— hizo su aparición, pero solo para avivar las llamas y trasladar el fuego más allá de lo imaginable. El viento, traicionero, se volvió aliado de las llamas.

A la una de la tarde, ya eran cuatro manzanas las que ardían incontrolablemente, dejando solo cenizas a su paso. Gran parte de los pobladores voluntarios se sumaban a la tarea de rescatar pertenencias de las viviendas contiguas, con la certeza de que el fuego era imposible de controlar. A media tarde, el fuego llegó a espaldas de la fábrica de bebidas gaseosas, cuyo perímetro estaba construido con ladrillos. El fuego se detuvo por un momento y parecía extinguirse, pero de pronto una fuerte explosión cubrió el lugar de humo. En la parte posterior de la fábrica, un enorme tanque de agua elevado se derrumbó, esparciendo el líquido y apagando el fuego por ese frente.

Mientras tanto, frente a la imprenta, el local de venta de recuerdos y el edificio contiguo —donde funcionaba la oficina de correos— estaban construidos con ladrillos. Al llegar el fuego a ese lugar, también se detuvo y ardió un buen rato, pero al llegar la noche, se extinguió.

Jesús, un hombre piadoso, se había resignado a perderlo todo y, arrodillado, imploraba al Altísimo que lo ayudara en ese trance difícil. Finalmente, dio testimonio de que sus súplicas fueron atendidas. Mientras tanto, Frida, la vendedora de recuerdos, lloraba al ver enormes lenguas de fuego detrás de su local. Increíblemente, el fuego se aletargó y se extinguió también en ese lugar.

El mercado de abastos fue protegido por los comerciantes, que por todos los medios luchaban contra el fuego, el cual, felizmente, fue contenido también por el viento de la tarde, que soplaba en dirección contraria. Al caer la noche, la ciudad era otra. Había silencio donde antes había bullicio. Las paredes ennegrecidas y el olor a ceniza hablaban de lo perdido. Gran parte de ella fue consumida por el fuego, y una enorme herida aún ardía en las entrañas de sus pobladores.

Al amanecer de esa larga noche, no había forma de determinar la causa del incendio. Nadie supo con certeza qué lo había causado. Unos decían que fue el ventilador de la zapatería. Otros culpaban al calor. La mayoría coincidía en que había sido todo: el sol, la imprudencia, la acumulación de días tan ardientes como insoportables.

Los heridos se contaban por cientos. Dos ancianitos, que no pudieron o no quisieron abandonar su domicilio a tiempo, figuraban entre las víctimas fatales. Las pérdidas fueron enormes, y la promesa que se escuchaba por todas partes era que había que comenzar nuevamente.

Pero mucho tiempo, cada mediodía abrasador era un recordatorio. Porque, aunque las llamas se apagaron, el pueblo nunca volvió a ser el mismo. Poco tiempo después, la ciudad se levantó, sí, aunque por muchos años mostró la herida causada por esa tragedia.

 



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