Incendio en la ciudad
El calor de la mañana era tan
intenso, que los que se atrevían transitar por las calles de la ciudad lo hacían
a grandes trancos, huyendo de los abrasadores rayos solares que caían
despiadadamente sobre sus cabezas, como dardos o como lanzas que atravesaban sombreros,
sombrillas o cualquier artilugio que usaran para aislar la inclemencia del
clima.
Doña Paula cubierta por un
paraguas negro hacía las últimas compras en el mercado de abastos, una pesada
bolsa de compras hacía lento su caminar y avanzaba empujando a quien osara
cruzarse en su camino. Su mal genio se incrementaba con el calor que le hacía
transpirar a raudales. Lamentaba haberse quedado dormida y estar a estas horas
transitando con semejante sofocación. Vendedores y compradores usaban abanicos
tratando de encontrar alivio.
En la fábrica de bebidas gaseosas,
ubicada a cinco cuadras del mercado, los operarios respiraban con dificultad
tratando de mantener la calma y no detener la línea de producción. Una antigua
embotelladora pasaba lentamente los envases para ser llenados antes de ser
tapados a presión. José, un experimentado obrero sudaba a chorros, mientras que
sus dos ayudantes se disputaban la pequeña sombra que los cubría a estas horas
de la mañana caliente. Las cajas con las botellas recién etiquetadas y listas
para salir a la venta eran colocadas a la intemperie.
En la puerta de la imprenta más
conocida de la ciudad estaba parado Jesús junto a su mujer, una jovencita, casi
una niña que embarazada estaba a punto de dar a luz. Trataban de tomar alguna
brisa fresca que se negaba a pasar por esa calle, en realidad el calor solo se
intensificaba por ratos ya que el pueblo hacia una semana que era literalmente
un horno. Frente a la imprenta Frida, la propietaria de una tienda de souvenir hacía
lo propio y saludo a Jesús y a su mujer levantándoles la mano. Hacía varios días
que nadie entraba a su establecimiento, el calor ahuyentaba a los compradores y
los visitantes extraños al pueblo, por estas épocas eran muy escasos.
En el centro del triángulo que
formaban el mercado, la fábrica de gaseosas y la imprenta, se ubicaba una muy
bien arreglada tienda de calzados, que ofrecía lo último de la moda nacional e
internacional. El local era remodelado constantemente, por lo que siempre lucía
vistoso y novedoso. Del techo pendían cuatro ventiladores que refrescaban a las
atractivas vendedoras y los abundantes posibles clientes que usaban el local
para refrescarse un rato sin la menor intención de comprar nada. Todos miraban,
daban vueltas por el local y salían para al rato volver a entrar.
Eran las once del día, la monótona
mañana se rompió con el grito de una de las empleadas de la zapatería. Brincaba
dando saltitos cortos a la vez que soltaba chillidos que inicialmente llamó la atención
en la concurrida tienda sin entender la razón principal. Señalaba con su dedo índice,
que lucía una espectacular muy bien cuidada y larga uña, el cielo raso a la
altura del último de los ventiladores que al girar dibujaba espirales de humo. Nadie
veía lo que señalaba, sino todos, la mayoría observaba el dedo, la uña o las
piernas bien torneadas que daban los saltitos graciosos.
De pronto una explosión en el
techo de la zapatería soltó una enorme llama de fuego y abundante humo cubrió absolutamente
todo, impidiendo ver que estaba pasando. Todos salieron despavoridos del local,
incluyendo claro esta a la llamativa señorita con su elegante dedo, su hermosa
uña y sus lindas piernas. Muy pronto todo el local de la zapatería ardía
incontrolablemente en medio de un sol abrazador que todo lo mantenía seco, muy
seco.
Las llamas se extendieron en
pocos minutos al local contiguo que era una tienda de telas cuyos productos
favorecieron la propagación del fuego. En simultaneo y antes que nadie atinara
hacer algo para apagar el fuego, éste ya estaba sobre por lo menos seis
viviendas aledañas que en su mayoría estaban hechas de madera, material por demás
combustible.
Las personas corrían de un lado a
otro sin saber que hacer, mientras que unas se alejaban despavoridas, otras se
acercaban llenas de curiosidad. Gritos lastimeros se escuchaban por todos lados
y el fuego creció tan rápido que ya era casi imposible apagarlo. Una enorme hoguera
ardía en medio de la ciudad antes del mediodía.
Ante la ausencia de bomberos en
la pequeña ciudad fue el ejercito que acudió con sus soldados para tratar de
ayudar en la emergencia. El fuego continuaba creciendo en todas las direcciones.
Los soldados trataban de ayudar a desalojar las viviendas aledañas y en forma
ingenua pensaron que el fuego no atravesaría las calles. Pero se equivocaron,
al comenzar la tarde una brisa tantas veces anhelada hizo su aparición para dar
vida a las llamas y trasladar el fuego mas allá de lo imaginable.
A la una de la tarde ya eran
cuatro manzanas que ardían incontrolablemente dejando solo cenizas a su paso.
Gran parte de los pobladores se sumaban a la tarea de rescatar pertenencias de
las viviendas contiguas con la certeza que el fuego era imposible de controlar.
A media tarde el fuego llegó a espaldas de la fábrica de bebidas gaseosas cuyo perímetro
estaba construido con ladrillos. El fuego se detuvo por un momento parecía extinguirse,
pero de pronto una fuerte explosión cubrió el lugar de humo. En la parte
posterior de la fábrica un enorme tanque de agua elevado se derrumbó
esparciendo el líquido en una enorme área que apagó el fuego por este frente.
Mientras tanto frente a la
imprenta, el local de venta de souvenir y el local aledaño donde funcionaba la
oficina de correos estaban construidos con ladrillos, al llegar el fuego a ese
lugar se detuvo y ardió un buen rato para al comenzar a llegar la noche, extinguirse.
Jesús, un hombre piadoso, se había resignado a perderlo todo y arrodillado
imploraba al altísimo le ayude en este trance difícil. Finalmente, dio
testimonio de que sus suplicas fueron atendidas. Mientras tanto Frida la vendedora
de recuerdos lloraba al ver enormes lenguas de fuego detrás de su local. Increíblemente
el fuego se aletargó y extinguió también en este lugar.
El mercado de abastos fue
protegido por los comerciantes que por todos los medios luchaban contra el
fuego que felizmente también era protegido por el viento de la tarde que soplaba
en dirección contraria. Al llegar la noche la población entera y los soldados
voluntarios del ejercito removían escombros para impedir que el fuego se
propague. Fue una noche muy triste, la más triste que le tocó vivir a la ciudad.
Gran parte ella fue consumida por el fuego y una enorme herida aun ardía en las
entrañas de sus pobladores.
Al amanecer de esa larga noche no
había forma de determinar la causa del incendio. Unos acusaban a las
inclemencias del clima y otros a las extravagancias de la zapatería, mientras
que la mayoría a las dos condiciones dadas extraordinariamente y confabuladas
para causar tremenda tragedia. Los heridos se contaban por cientos. Dos
ancianitos que no pudieron o no quisieron abandonar su domicilio a tiempo se
contaba entre las bajas. Las perdidas fueron enormes y la promesa que se
escuchaba por todas partes era que había que comenzar nuevamente. Así fue, la
ciudad se levantó y por muchos años mostraba la herida causada por la tragedia.
Así es la vida pues.
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