Una mañana lluviosa, doña
Peta sale al mercado como de costumbre, dejando a sus dos pequeños hijos
durmiendo. Pero al regresar, su mundo se desmorona: el menor ha desaparecido
sin dejar rastro. La casa estaba cerrada, nadie vio nada, y la búsqueda se vuelve
un clamor desesperado que sacude al pueblo entero. Días de angustia y silencio
convierten la esperanza en resignación… hasta que, veinte días después, el niño
reaparece misteriosamente, ileso pero cubierto de picaduras, en un puesto de
control policial. Nadie sabe cómo llegó allí, ni con quién estuvo. Solo repite
un nombre: Lala. El problema es que Lala es su hermana, y ella
nunca se separó de su madre.
Lala es un cuento que transita entre la realidad y lo
inexplicable, donde el amor, el dolor y el misterio se entrelazan para dejar
una pregunta sin respuesta: ¿Quién cuida de los niños cuando el mundo deja de
hacerlo?
El misterio de Lala
Pablo Rodríguez Prieto
Aquel amanecer llegó con la lluvia golpeando furiosa las calaminas del
techo. Era como si el cielo hubiera despertado llorando. En la humilde casa de
doña Peta, el agua resbalaba en gruesos hilos por los bordes del techo,
salpicando el suelo de tierra. Con el ruido del aguacero como música de fondo,
ella se calzó sus botas de jebe, se cubrió con un paraguas gastado y, como
tantas veces antes, salió rumbo al mercado.
Sus hijos dormían. El menor, un niño de apenas cuatro años, descansaba
junto a su hermanita, apenas unos años mayor. Era una costumbre de necesidad:
su esposo ya se había marchado al trabajo antes del alba, y ella debía
aprovechar las primeras horas para comprar lo necesario para el almuerzo.
Pero aquel día no sería como los demás.
Al regresar, doña Peta sintió un escalofrío antes incluso de abrir la
puerta. Encontró a la niña aún en la cama, pero el pequeño no estaba. Lo llamó.
Nada. Despertó a la niña, que la miró sin entender el miedo en sus ojos.
Entonces comenzó la búsqueda.
Primero en los rincones de la casa, luego en los armarios, debajo de la
cama, detrás de las cortinas. Todo estaba cerrado. Las puertas con tranca. Las
ventanas selladas. ¿Cómo había podido salir?
El pánico la arrojó a la calle.
—¡Mi hijo! ¡¿Alguien ha visto a mi hijo?!
Tocó puertas con manos temblorosas. Gritó. Lloró. Despertó a los vecinos, a
las casas, a todo el vecindario. Nadie lo había visto. Nadie sabía nada. El
silencio se volvió un eco de su desesperación.
En la comisaría, el comisario ordenó una búsqueda inmediata. Policías y
voluntarios peinaron las calles y las huertas. Nada. El niño parecía haberse
desvanecido. Al anochecer, el padre llegó del trabajo y se encontró con la
pesadilla. El pueblo entero se conmovió, y durante días, la búsqueda no cesó.
Pero el niño no aparecía.
El misterio creció, alimentado por el dolor y la impotencia. Las pesquisas
se ampliaron, los rastros se esfumaban. El comisario, presionado y temeroso de
represalias, mandó cerrar el caso. Solo quedó registrada una breve denuncia: niño
desaparecido en circunstancias extrañas; no fue hallado.
El tiempo, cruel como siempre, siguió su marcha.
Los vecinos volvieron a sus rutinas. Algunos ya hablaban del niño en
pasado. Pero doña Peta no podía. Ella no dormía. Vagaba por las calles,
preguntando una y otra vez, como un alma sin consuelo. Su hijo no podía haberse
esfumado. No sin dejar una sola huella.
Pasaron veinte días.
Y fue entonces cuando ocurrió lo imposible.
Una mañana, en el puesto de control en la salida del pueblo, un niño
apareció desnudo frente a la puerta. Estaba cubierto de picaduras de insectos,
pero no lloraba. Sonreía. No parecía hambriento. No tenía miedo.
El policía de guardia lo observó incrédulo. ¿De dónde había salido? Nadie
lo había visto llegar. No se escucharon pasos. No había vehículos cerca. Solo
la bruma del amanecer envolviendo todo.
El agente, desconcertado, le ofreció parte de su desayuno. El niño aceptó
con una sonrisa. Al preguntarle su nombre, solo murmuró:
—Con Lala...
—¿Con quién?
—Lala... yo estuve con Lala.
El nombre le resultó familiar, pero no logró hacer conexión. El tiempo ya
había desdibujado los rostros en su memoria.
Cuando el comisario fue informado, de inmediato llamó a doña Peta. Al verla
correr desesperada hasta la comisaría, no hubo duda. El niño era su hijo. Lo
abrazó como si intentara fundirse con él, llorando todo lo que no había llorado
en veinte días.
El parte policial fue reescrito. Esta vez decía que, gracias a una ardua y
paciente labor de la policía, el menor había sido hallado con vida.
Pero nadie podía explicar cómo, ni dónde.
Y entonces, el detalle más extraño: el niño seguía repitiendo, con ternura,
que había estado todo el tiempo con Lala. Pero su hermana, la verdadera Lala,
nunca se había separado de su madre en esos días.
¿Quién era Lala?
Nadie lo supo nunca. Algunos dijeron que el niño se inventó una amiga
imaginaria para sobrevivir. Otros, que un ángel lo cuidó. Algunos más
susurraban historias antiguas, de espíritus guardianes que habitan en los
campos cuando la lluvia cae sin consuelo.
Doña Peta no volvió a hablar del tema. Solo abrazaba más fuerte a sus
hijos, especialmente al pequeño, que aún en las noches, medio dormido,
murmuraba:
—Lala me cantaba. Lala me cuidó...
Y sonreía, como si aún la viera entre la bruma.
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