Tempo Taba y sus aves amaestradas.

En lo más profundo de la selva, donde la vida resiste entre el calor y la niebla, habita Tempo Taba, un hombre enigmático que ha aprendido a convivir con la naturaleza en absoluto sigilo. Su obsesión por los camungos —unas aves de gran buche y conducta leal— lo lleva a desarrollar un método asombroso de domesticación, basado en la fidelidad de las parejas aladas. Sin que nadie lo sepa, ha convertido a estas aves en recolectoras de oro, que traen en sus entrañas desde remotos riachuelos. Mientras sus vecinos lo tildan de loco, la fortuna de Tempo crece en secreto, enterrada en botellas de vidrio y protegida por su silencio y la complicidad de sus aves.

Un relato envolvente de ingenio, misterio y conexión con la naturaleza, donde la línea entre lo real y lo fantástico se difumina con la bruma de la selva.


Tempo Taba y sus aves amaestradas

Pablo Rodríguez Prieto

La majestuosidad de la selva, expresada en efectos multicolores, anunciaba el hermoso amanecer en medio de la bruma. Un intenso silencio reinaba en torno a la pequeña laguna, que luchaba por sobrevivir a las inclemencias del clima al ir desapareciendo de a pocos por la evaporación de sus aguas.

Cientos de peces de diversos tamaños, en su mayoría adultos y grandes, sacaban la boca de las turbias aguas buscando el oxígeno que les permitiera seguir con vida, mientras algunos animales parados en la orilla observaban asombrados el espectáculo. Varias aves, trepadas en las ramas cercanas, esperaban la mejor oportunidad para lanzarse al agua y cazar a los desesperados peces.

La laguna era la última huella dejada por las inundaciones ocurridas en tiempos de lluvias en medio de la selva. Este rincón concentraba vida en medio del inclemente calor de esos días, en medio de tanta adversidad para el hombre.

Tempo Taba, un humilde hombre venido quién sabe de qué lugar, había instalado una pequeña cabaña procurando no alterar el paisaje ni estorbar a sus habitantes. Había aprendido a mimetizarse con la naturaleza y, como esta cabaña, contaba con dos más en sitios muy escondidos en medio de la espesa vegetación.

Tempo Taba estaba empeñado en capturar camungos, un ave de enorme buche que llegaba hasta la laguna en busca de alimento. Había estudiado con detenimiento las costumbres de este animal, el tipo de alimentación que tenía y los hábitos muy propios de su comportamiento. Sabía que llegaban siempre puntuales, conocía su forma de cazar, pero, por, sobre todo, la peculiaridad de viajar en parejas, siempre en grupos numerosos.

Acostado en el techo de su cabaña, sabía que pronto llegarían a posarse en ese lugar. Al ser descubierto por los camungos y verlo quieto, las aves se acercaban a él con curiosidad. Tempo Taba, inmóvil, estudiaba a cada uno de los individuos y aprovechaba ese momento para coger por las patas al camungo que consideraba útil para sus planes.

Luego de un pequeño forcejeo, el camungo se dejaba conducir y, en poco tiempo, aceptaba las caricias y alimentos que le prodigaban. En un lugar estratégico en medio de la selva, Tempo Taba había construido un criadero de camungos, a quienes engría todos los días. Luego de algunos días de interactuar con ellos, soltaba pequeños grupos que se alejaban del lugar para regresar por la tarde con puntualidad.

Había descubierto que los machos siempre regresaban por sus compañeras, y las hembras, por sus compañeros, que quedaban retenidos en el criadero. De esta manera, las aves, al volar libres, luego de alimentarse con frutos, llegaban a unos riachuelos lejanos en busca de arcilla y pequeñas piedrecillas que los camungos ingerían como parte de su dieta habitual.

Al caer la tarde, Tempo Taba abría las puertas de los criaderos donde se refugiaban las aves retenidas, quienes, con fuertes alaridos lastimeros, parecían llamar a los compañeros que retornaban a esa hora. Les permitía pernoctar juntos y, al día siguiente, soltaba a las que el día anterior habían quedado retenidas, y así, alternativamente, con la seguridad de que siempre regresarían en busca de su pareja.

Tempo Taba y sus camungos amaestrados eran vistos por sus vecinos —que eran pocos y vivían alejados— como un demente. No entendían la razón de su cada vez más creciente riqueza. Cuando él salía, quedaba en casa una mujer joven que era su concubina. Ella había aprendido, al igual que su marido, a interactuar con las aves, y trabajaba ardorosamente gran parte del día preparando alimento para los camungos que quedaban retenidos, y que, día a día, se incrementaban.

Sin embargo, al llegar la mañana, el corral quedaba repleto de excrementos, que el ingenioso hombre había descubierto que valían oro. Literalmente, era oro: tras un prolongado proceso de cuidadoso lavado, extraía pepitas de este mineral precioso que los camungos recogían con sus picos en sus expediciones diarias a aquellas laderas distantes. Tempo Taba las iba juntando en botellas de vidrio que enterraba en lugares que solo él conocía, y de donde salían cada vez que visitaba la ciudad para comprar muebles, artefactos y toda clase de artilugios que le daban comodidad en medio de la selva, despertando a la vez la envidia de sus vecinos.

Tempo Taba guardaba su secreto herméticamente y buscaba la forma de perfeccionarlo cada día. Las aves lo querían y caminaban junto a él, o simplemente suplicaban por no ser alejadas de sus parejas que partían dejándolas solas.

 






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