Una gran amistad

A la espera de una sentencia que podría cambiar su vida, Claudio rememora un aula de secundaria, donde los silencios pesaban más que las palabras y los prejuicios se disfrazaban de risas. Aquel universo escolar, poblado de personajes excéntricos, marcó su juventud y, sin saberlo, sembró la semilla de una decisión futura. Años después, en una calle cualquiera, se enfrenta a una injusticia. Esta vez no duda, y actúa. El pasado y el presente se entrelazan en una historia sobre la amistad, la culpa, y el coraje de reparar lo que alguna vez se ignoró.

Este cuento es un viaje a través de la memoria, la redención y el valor de hacer lo correcto, incluso cuando todo está en contra.


Una gran amistad

Pablo Rodríguez Prieto

Sentado frente al escritorio del juzgado que veía su caso, Claudio recordaba cuando, años atrás, se encontraba frente al escritorio del director del colegio. Entonces, como ahora, esperaba una resolución importante: antes era una sanción escolar; hoy, su libertad. En ambos casos, los minutos de espera se hacían eternos.

Mientras tanto, no pudo evitar recordar una de aquellas memorables mañanas en que iniciaba el año escolar y también sus estudios en secundaria. No todos se conocían y, de repente, él era el más extraño en aquel lugar. Los profesores del grado se presentaban, dejando instrucciones que debían cumplirse durante el año.

El olor a pintura fresca impregnaba el aula, y las carpetas relucientes, ligeramente pegajosas, evidenciaban el reciente mantenimiento. El profesor Cabrera, quien enseñaría Geografía, pidió que se presentaran frente a sus compañeros, si así lo deseaban. El silencio era tal que se oía el viento, se olía el miedo. Claudio mordisqueaba sus dudas sin saber qué decir si lo llamaban. Sentía la mirada de águila del profesor pasar sobre su cabeza, desordenando sus hirsutos cabellos. Levantó la vista y pudo ver a sus compañeros agachados sobre los pupitres, como buscando algo con desesperado afán, aunque no entendía qué.

Aquella mañana le tocó sentarse junto a una niña que, a simple vista, era mayor que él en edad y tamaño. Luego lo confirmaría por sus propias palabras y los desmadres que causaban. Fue ella quien levantó la mano, se puso de pie y, mientras todo el salón soltaba un suspiro profundo que retumbó como una tromba, dijo con naturalidad:

—Mi nombre es Alicia y quiero ir al baño.

Hizo una pausa y añadió:

—Es que estoy con la regla, profesor.

La risa general que provocó su comentario fue silenciada de inmediato por un golpe en la mesa. El profesor, sin inmutarse, le autorizó salir del salón.

En la hora siguiente ingresó una delgada profesora de rasgos orientales. Era la profesora Chang, quien enseñaría Matemáticas. Muy joven, parecía no saber sonreír, y cuando lo hacía, forzaba una mueca que repetiría siempre como muestra de complacencia. Llevaba una minifalda que, con el correr de los días, se convertiría en su uniforme habitual, revelando sus largas piernas sobre unos altos zapatos. Fue concisa y directa: ese mismo día ya estábamos llenando de números nuestros cuadernos.

En la última hora llegó el profesor de Arte. De modales refinados y elegantemente vestido, se presentó como Rafael. Empezó a preguntar nombres al azar mientras caminaba entre las filas de carpetas.

—¡Tú! —señalaba a alguien, y antes de que respondieran, ya estaba preguntando al siguiente.
Claudio recordaba esos nombres y los pronunció en voz alta, sumido en sus recuerdos. Sonrió al evocarlos, especialmente cuando uno de los niños dijo su nombre tan bajo que el profesor le pidió repetirlo. Al hacerlo, nadie entendió lo que dijo.

—¿Cómo dijo, alumno? —preguntó el profesor.

El niño, de pie, con la cabeza gacha y mirando de reojo, respondió:

—Como usted.

Todos rieron.

"Rafaelll", como comenzaron a llamarlo, se convirtió en el centro de atención del salón. Con voz aguda y modales delicados, trataba de ser amigo de todos, sin lograrlo del todo. Claudio se convirtió en el principal detractor del tono de su voz. Muchos lo llamaban “Como usted”, mientras Claudio lo apodó “Mujercita”. Rafael sonreía y le respondía:

—Malo.

Al día siguiente se presentó el profesor de Educación Física. Nos hizo formar en el patio y envió a las niñas de regreso al salón.

—¿Quién sabe nadar? —preguntó.

Claudio fue el primero en levantar la mano, luego lo hicieron muchos más.

—Qué bueno, entrenaremos para competir —anunció, y empezó a dar instrucciones.
Separó a los niños más altos, entre ellos a Rafael. Claudio, el más bajo, no fue seleccionado, aunque casi rogó que lo incluyeran.

—Mande a Rafael al salón y yo lo reemplazo —dijo.

El profesor lo miró sin entender, pero para su desdicha, enviaron a Claudio con las niñas por reclamar.

¿Qué hacía Claudio ahora sentado en las oficinas del juzgado?

Habían pasado varios años desde aquellos recuerdos de secundaria. No volvió a ver a sus compañeros de carpeta, hasta que, en uno de esos días desdichados —o benditos, según se vea—, caminando por una calle céntrica, Claudio se topó con una turba enfrascada en un pleito que no logró entender del todo. Sin pensarlo dos veces, tomó partido. Un grupo de jovencitos ebrios maltrataba a otra persona, que, tras tropezar, yacía en el suelo gritando auxilio.

Inicialmente pensó en alejarse y dejar que resolvieran sus problemas, pero al fijarse bien en la persona caída, reconoció a Rafael. Sí, el mismo del salón de clases. Aunque al principio no lo identificó, la voz aguda de Rafael pidiendo ayuda lo transformó.

Claudio iba camino al taller donde reparaban su automóvil, y llevaba en la mano un repuesto recién comprado. Lo usó como herramienta para defender a su viejo amigo. No midió el peligro, no contó cuántos eran, ni notó que eran mucho más grandes que él. Se enfrentó a todos con valentía hasta hacerlos huir. Luego ayudó a Rafael a levantarse y, sin mediar palabras, se fundieron en un abrazo.

Así, abrazados, los encontró la policía, alertada por uno de los jóvenes golpeados. Los ebrios invirtieron la historia y acusaron a Claudio de agresión y lesiones graves. Ahora, sentado frente al juez, esperaba su decisión. No sentía miedo; pocas veces en su vida lo había sentido. De hecho, parecía feliz de estar allí. Nada cambiaría los hechos. Y cuando le preguntaron por su comportamiento, solo dijo:

—Rafael es mi amigo. Estaba siendo atropellado y discriminado. Nunca voy a permitirlo.

 

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