Una gran amistad

Sentado frente al escritorio del juzgado que veía su caso, Claudio recordaba cuando años atrás se encontraba sentado frente al escritorio del director del colegio. Esperaba ahora una resolución que decidía su libertad, en ese entonces también como ahora los minutos que pasaban en esa espera se hacían eternos.

Mientras tanto, no pudo evitar recordar una de esas memorables mañanas cuando iniciaba el año escolar y también iniciaba estudios en la secundaria, no todos se conocían y de repente él era el más extraño en ese lugar. Los profesores del grado se presentaban dejando directivas que deberían de cumplirse en el transcurso del año.

El olor a pintura fresca de las paredes impregnaba el aula y las carpetas relucientes ligeramente pegajosas indicaban el mantenimiento que habían recibido. El Profesor Cabrera enseñaría Geografía y fue él, quien pidió que se presentaran frente a sus compañeros si así lo consideraban conveniente. El silencio era tal que se oía el viento, se olía el miedo, mientras Claudio mordisqueaba sus dudas sin saber que decir si se lo pedían, la mirada de águila del profesor en busca de su presa, la sentía pasar sobre su cabeza desordenando sus hirsutos cabellos. Levantó la mirada y pudo ver a sus compañeros agachados sobre los pupitres en señal que buscaban algo que no entendía qué, pero lo buscaban con desenfrenado afán.

Le tocó aquella mañana sentarse junto a una niña, que en tamaño y edad resultaba a simple vista mayor que él, posteriormente lo confirmaría por versión propia y por los desmadres que causaban sus palabras. Fue ella la que levantó la mano, se puso de pie mientras todo el salón soltaba un suspiro tan profundo que retumbó en el salón como tromba que sacudió las paredes. Se arregló los cabellos rubios, estiró varias veces el uniforme, miró a todo el salón y dijo: Mi nombre es Alicia y quiero ir al baño, hizo una pausa y luego dijo, es que estoy con la regla profesor. La risa general que causó su pedido, fue callada por un golpe sobre la mesa que dio el profesor. Dirigiéndose a Alicia le autorizó que saliera del salón.

En la siguiente hora ingresó al salón una delgada profesora de rasgos orientales, la profesora Chang enseñaría matemáticas. Era muy jovencita y parecía no saber sonreír, cuando lo hizo forzó una mueca que repetiría siempre para demostrar su complacencia. Llevaba puesta una minifalda que con el correr de los días se convertiría en una especie de uniforme donde mostraba sus largas piernas sobre unos altos zapatos. Fue concisa y directa, ese mismo día ya estábamos llenando de números nuestros cuadernos.

En la última hora llegó el profesor de arte. De modales refinados y elegantemente vestido, dijo llamarse Rafael y comenzó al azar a preguntar nombres mientras se paseaba entre la fila de carpetas. ¡Tú!, señalaba a alguien y antes que terminara de decir su nombre ya estaba preguntado al siguiente. Claudio recordaba los nombres y los pronunció en voz alta sumido como estaba en sus recuerdos. Sonrió al mencionarlos, aún más, cuando uno de los niños dijo su nombre en voz baja y el profesor le pidió que lo vuelva a repetir. Al volver a pronunciarlo nadie de los presentes pudo entenderlo, por lo que el profesor le pidió que se levante. ¿Cómo dijo alumno? preguntó el profesor, el niño parado con la cabeza gacha mirando ligeramente de costado dijo: Como usted. Todos rieron.

Rafaelll, como comenzamos a llamarlo, pasó a ser el punto de atención en el salón. Con voz aguda y modales delicados trataba de ser amigo de todos sin conseguirlo plenamente. Claudio resultó ser el más fuerte detractor del sonido de sus palabras. Muchos lo llamaban: “Como usted”, mientras Claudio lo llamaba “Mujercita”, él sonreía y le respondía: malo.

Al día siguiente se presentó el profesor de educación física, los hizo formar en el patio del colegio y separó a las niñas ordenándolas regresar al salón. Preguntó quién sabía nadar y fue Claudio el primero en levantar la mano, luego lo haría la mayoría. Qué bueno, entrenaremos para competir, dijo antes de comenzar a dar instrucciones. Separó a los niños más altos, entre ellos a Rafael. Como quiera que Claudio resultó ser el más bajo no lo llamó, a pesar que pidió, casi rogó que lo incluyeran. A Rafael mándelo al salón y yo lo reemplazo, dijo. El profesor lo miró sin entender, pero para su desdicha fue él a quien enviaron junto a las niñas por reclamar.

¿Qué hacía Claudio ahora sentado en las oficinas del juzgado?

Ya habían pasado varios años de cuando sucedieron los hechos que ahora Claudio recordaba. Había dejado de ver hacia mucho tiempo a estos compañeros de carpeta, hasta que uno de esos días desdichados o benditos, según como se vea, caminando por una de las calles céntricas de la ciudad, Claudio se topó con una turba de personas enfrascadas en un pleito que nunca terminó por entender, pero que sin pensarlo dos veces tomó partido. Vio que un grupo de jovencitos ebrios maltrataban a otra persona, la habían hecho tropezar y tendido en el suelo gritaba pidiendo auxilio. Inicialmente pensó en alejarse y dejar que ellos solucionen el problema que los envolvía. Sin embargo, al fijarse en la persona tirada en el piso vio que era Rafael, sí, el mismo del salón de clase. Aun cuando inicialmente no lo pudo reconocer, la voz aguda de Rafael pidiendo auxilio lo transformó.

Claudio iba camino al taller donde estaban reparando su automóvil y llevaba en la mano un repuesto que acababa de comprar, el cual usó como herramienta para defender a su amigo que estaba en apuros. No midió el peligro, no contó cuantos eran, tampoco reparó que eran mucho más grandes que él. Se enfrentó con valentía y arrojo, golpeándolos a todos sin medir consecuencias hasta hacerlos huir. Finalmente levantó a Rafael, le ayudó a limpiar sus pertenencias y sin mediar palabras se estrecharon en un fuerte abrazo amical.

Así abrazados los encontró la policía que acudió al lugar traída por uno de los jóvenes que resultaron golpeados en la trifulca. Estos jóvenes ebrios invirtieron el relato de los hechos y terminaron acusando a Claudio de agresión y lesiones graves. Ahora sentado en el escritorio del juez esperaba la decisión del magistrado. No sentía miedo, muy pocas veces en su vida lo había sentido. Se diría que estaba feliz de estar ahí, nada cambiaría las cosas y cuando fue preguntado por su comportamiento, solo dijo: Rafael es mi amigo, estaba siendo atropellado y discriminado, nunca lo voy a permitir.

 

 

 


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