Pequeña aventura


Tenía ocho años de edad y mi mente infantil nunca imaginó poder tener la oportunidad de viajar con mi tío al que de cuando en cuando veía y admiraba. Era mi héroe, y cada vez que llegaba de viaje, lo escuchaba contar historias de lo que le ocurría en sus travesías. Imaginaba que tenía súper poderes y se enfrentaba a toda clase de obstáculos de los que siempre salía vencedor, para luego en un acto benevolente regresar a visitarnos sano y salvo cargado de triunfos, victorias y más historias.

Ahora yo tendría la oportunidad de ir con él, acompañarlo en uno de esos maravillosos viajes y juntos iríamos tras aquellos terribles monstruos que siempre lo escuchaba contar en la casa de la abuela, o por lo menos era lo que yo imaginaba con sus relatos de ruta.

Creía conocer el camino, lo había imaginado tantas veces que cada tramo de la carretera comenzó a hacerse conocido para mí, recordaba cada accidente o curva peligrosa que comenzamos a recorrer. Viajaba con mi cara pegado al parabrisas sin perder ningún detalle del camino.

A diferencia de cómo se comportaba en las reuniones en la casa de su madre, cuando estaba manejando mi tío no hablaba mucho, estaba muy concentrado en los baches y las curvas. Estaba yo pensando en eso cuando un camión más grande que el nuestro se encontró frente a frente con el «rebelde sin causa», que era el nombre que fastuosamente llevaba en la parte alta el camión en que viajábamos, como el camino era estrecho se cruzaron muy lentamente. Era la carrocería de color roja y tenía un nombre muy apropiado al lugar, en la parte superior traía un letrero muy bien dibujado que decía: “Los huecos y las curvas me están volviendo loco”. Lógicamente que era triste ver que ese señor se volviera loco con algo que a mi tío le fascinaba, él era feliz en medio de esas curvas y supongo también en esos huecos. No pude entender como ese señor no disfrutara algo tan maravilloso.

Estaba yo feliz, lo que no podía reconocer o no encontraba explicación en mi escaso entender le preguntaba y él con poquísimas palabras trataba de explicármelo, casi nunca volteaba para mirarme, siempre callado y atento a lo que hacía. Me lo imagine tratando de encontrar algún monstruo, o quizás estaba atento a que algún enemigo saliera al medio del camino y él debería derrotarlo o esquivarlo para que no nos lastimase. Era mi héroe y estaba al mando de la nave que nos conducía en este viaje fabuloso lleno de mil aventuras.

Luego de una serie de curvas el camino descendía notoriamente comparado con lo que hasta aquí había sido, había cerros pequeños cortados a tajo para dar paso a la carretera, en una de esas curvas nos topamos con un puente que llamó mi atención por tener aspecto llamativamente nuevo, muy reluciente o recién pintado color amarillo, casi naranja. Antes de ingresar a él, el «Rebelde sin causa» se detuvo. Mi tío bajó y se perdió tras el camión, desde mi lugar podía ver un río ancho de aguas turbias color marrón que transcurrían lentamente a través de una maraña de arbustos y algunos sembríos entre los que pude distinguir plantas de plátano mayoritariamente.

El sol era fuerte y supuse que era medio día, básicamente porque mi estómago así me lo indicaba. Frente a mí, un letrero indicaba con letras verdes el nombre del lugar “Puente San Alejandro”. Junto al letrero un camino asomaba subiendo del río, por donde en poco tiempo aparecieron tres camiones cargados con ripio. Algunas piedras rodaron de lo alto de la tolva, por lo empinado que resultaba ese tramo y por lo exagerado en que fueron cargados, dos hombres corrían delante indicando los accidentes del terreno al chofer, pronto desaparecieron lentamente uno tras otro.

Al volver a mirar el puente, noté que algo se movía sobre la carretera. Mirando con más atención, pude distinguir que se trataba de una serpiente, más grande que mis brazos abiertos según mis cálculos. Se deslizaba lentamente, sin ningún apuro y sin ningún temor. Se detuvo al ingresar al puente, brillaba su sedosa piel oscura con los rayos del sol, estuvo quieta un buen rato, sentí miedo y mi piel se erizó. Luego giró la cabeza que siempre la traía erguida y miró hacia donde estaba yo, de su boca salía una legua roja muy fina, sus ojillos pequeños sentí que los clavaba en mi piel y quedé inmóvil. Así estuve hasta que llegó mi tío. Al abrir la puerta del camión, sentí que rompía una especie de encantamiento, levanté la mano y señalé hacia el lugar donde estaba la serpiente. Mi tío encendió el motor del «Rebelde sin causa», lo cual motivo que el animal con un ligero movimiento, desapareciera entre los primeros matorrales junto al puente.

Lentamente reiniciamos la marcha. En el lugar donde vimos a nuestra visitante mi tío detuvo el camión, lo que para mí fue aterrador para él fue gracioso pues sonreía a la vez que decía que ya deberá estar muy lejos almorzando posiblemente.

 

 


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