En Pequeña aventura, un niño de ocho años emprende un viaje inolvidable con su tío, a quien admira como a un héroe. A través de los ojos del niño, el recorrido por una carretera llena de curvas y baches se convierte en una travesía épica, donde cada detalle cobra vida y cada silencio del tío esconde un misterio. La emoción del trayecto alcanza su punto más alto cuando, en un solitario puente, una imponente serpiente aparece frente al camión. Lo que para el niño es un momento mágico y aterrador, para el tío es apenas una anécdota más del camino. Un relato tierno y evocador sobre la infancia, la imaginación y esos pequeños momentos que se vuelven inolvidables.
Pequeña aventura
Pablo Rodríguez Prieto
Tenía ocho años y mi
mente infantil nunca imaginó poder tener la oportunidad de viajar con mi tío, a
quien de vez en cuando veía y admiraba. Era mi héroe, y cada vez que llegaba de
viaje, lo escuchaba contar historias de lo que le ocurría en sus travesías.
Imaginaba que tenía superpoderes y se enfrentaba a toda clase de obstáculos, de
los que siempre salía vencedor, para luego, en un acto benevolente, regresar a
visitarnos sano y salvo, cargado de triunfos, victorias y más historias.
Ahora yo tendría la
oportunidad de ir con él, acompañarlo en uno de esos maravillosos viajes, y
juntos iríamos tras aquellos terribles monstruos que siempre le escuchaba
contar en casa de la abuela... o por lo menos eso era lo que yo imaginaba con
sus relatos de ruta.
Creía conocer el camino.
Lo había imaginado tantas veces que cada tramo de la carretera comenzó a
hacerse familiar para mí. Recordaba cada accidente o curva peligrosa que
empezamos a recorrer. Viajaba con la cara pegada al parabrisas, sin perderme
ningún detalle del camino.
A diferencia de cómo se
comportaba en las reuniones en casa de su madre, cuando estaba manejando, mi
tío no hablaba mucho. Estaba muy concentrado en los baches y las curvas. Estaba
yo pensando en eso cuando un camión más grande que el nuestro se encontró de
frente con el Rebelde sin causa —el nombre que fastuosamente llevaba en
la parte alta el camión en que viajábamos—. Como el camino era estrecho, se
cruzaron muy lentamente. El otro camión tenía la carrocería roja y un nombre
muy apropiado para el lugar. En la parte superior traía un letrero muy bien
dibujado que decía: “Los huecos y las curvas me están volviendo loco”.
Lógicamente, era triste
ver que ese señor se volviera loco con algo que a mi tío le fascinaba. Él era
feliz en medio de esas curvas y, supongo, también en esos huecos. No podía
entender cómo ese señor no disfrutaba algo tan maravilloso.
Yo estaba feliz. Lo que
no podía reconocer, o no encontraba explicación en mi escaso entender, se lo
preguntaba a él, y mi tío, con poquísimas palabras, trataba de explicármelo.
Casi nunca volteaba a mirarme; siempre callado y atento a lo que hacía. Me lo
imaginaba tratando de encontrar algún monstruo, o quizás estaba atento a que
algún enemigo saliera al medio del camino y él debiera derrotarlo o esquivarlo
para que no nos lastimara. Era mi héroe, y estaba al mando de la nave que nos
conducía en este viaje fabuloso, lleno de mil aventuras.
Luego de una serie de
curvas, el camino descendía notoriamente comparado con lo que hasta aquí había
sido. Había cerros pequeños cortados a tajo para dar paso a la carretera. En
una de esas curvas nos topamos con un puente que llamó mi atención por tener un
aspecto llamativamente nuevo: muy reluciente o recién pintado, de color
amarillo, casi naranja.
Antes de ingresar a él,
el Rebelde sin causa se detuvo. Mi tío bajó y se perdió tras el camión.
Desde mi lugar, podía ver un río ancho de aguas turbias, color marrón, que
transcurrían lentamente a través de una maraña de arbustos y algunos sembríos,
entre los que pude distinguir mayoritariamente plantas de plátano.
El sol era fuerte, y
supuse que era mediodía, básicamente porque mi estómago así me lo indicaba.
Frente a mí, un letrero indicaba con letras verdes el nombre del lugar: “Puente
San Alejandro”. Junto al letrero, un camino asomaba subiendo desde el río, por
donde, en poco tiempo, aparecieron tres camiones cargados con ripio. Algunas
piedras rodaban desde lo alto de la tolva, por lo empinado del tramo y lo
exageradamente cargados que venían. Dos hombres corrían delante, indicando los
accidentes del terreno al chofer. Pronto desaparecieron, uno tras otro.
Al volver a mirar el
puente, noté que algo se movía sobre la carretera. Mirando con más atención,
pude distinguir que se trataba de una serpiente, más grande que mis brazos
abiertos, según mis cálculos. Se deslizaba lentamente, sin ningún apuro y sin
temor. Se detuvo al ingresar al puente. Brillaba su sedosa piel oscura bajo los
rayos del sol. Estuvo quieta un buen rato. Sentí miedo, y mi piel se erizó.
Luego giró la cabeza —que siempre la traía erguida— y miró hacia donde estaba
yo. De su boca salía una lengua roja, muy fina. Sentí que sus ojillos pequeños
se clavaban en mi piel y quedé inmóvil. Así estuve hasta que llegó mi tío.
Al abrir la puerta del
camión, sentí que rompía una especie de encantamiento. Levanté la mano y señalé
hacia el lugar donde estaba la serpiente. Mi tío encendió el motor del Rebelde
sin causa, lo cual motivó que el animal, con un ligero movimiento,
desapareciera entre los primeros matorrales junto al puente.
Lentamente, reiniciamos
la marcha. En el lugar donde vimos a nuestra visitante, mi tío detuvo el
camión. Lo que para mí fue aterrador, para él fue gracioso, pues sonreía a la
vez que decía que ya debía de estar muy lejos, almorzando posiblemente.
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