Merecido castigo

Por la tarde deberíamos de ir a traer camotes y hojas de maíz para los animales. La tía nos pidió que cortáramos unas cuantas “cañas dulces” en el camino, “de preferencia las que son negras y gruesas”, nos dijo. Partimos después de almorzar, José nuestro primo insistió en acompañarnos, su mamá aceptó.

 Traía José un frasco de vidrio en las manos, no sabíamos que intenciones tenía y tampoco le preguntamos, intuíamos tal vez que nada bueno nos esperaba. Camino a la chacra, el arenal era grande y en él vivían varios bichos entre los que siempre veíamos algunos alacranes pequeños que nosotros los aplastábamos intencionalmente a nuestro paso.

 A nuestro primo se le había ocurrido ir juntándolos uno por uno. Molestaba al alacrán con un palito y cuando éste atacaba, procuraba que clavara su aguijón en la madera, de inmediato destapaba el frasco y lo sacudía dentro. Cuando el bicho se daba cuenta ya estaba prisionero junto con otros sujetos de su misma especie luchando contra la pared de vidrio tratando de salir del encierro. Esta operación le demandaba mucho tiempo por lo que, al llegar a los sembríos de camote, cogimos las primeras plantas que encontramos, sin avisar a sus propietarios y tampoco reparar si estaban en condiciones o no de ser cosechadas.

 Emprendimos el camino de regreso, Oswaldo recogió las cañas que le habían encargado, Miguelito y yo traíamos un costal con camotes sobre el hombro y además arrastrábamos un paquete de plantas de maíz que solíamos picar para que los pavos y gallinas los coman en la casa. José llevaba el frasco con sus alacranes pegado al pecho y caminaba tropezando continuamente.

 De pronto apareció un señor de muy mal genio, que con un palo nos amenazaba castigar por haber malogrado su sembrío. Nos quedamos petrificados, no sabíamos que decir ni que hacer. Vociferaba una serie de palabras que no podíamos entender muy bien; lo que si estaba claro es que estaba furioso, continuamente levantaba el arma que traía en las manos. Le brillaban los ojos y la saliva salpicaba al gritar, su voz era ronca y enredada.

 José tuvo la genial idea de destapar el frasco que traía y mostrárselo al señor con la intención de asustarlo, pero con tan mala suerte que éste al tenerlo cerca, volteo con la vara el frasco que cayó a los pies de nuestro primo.

 Los alacranes al verse libres, salieron disparados en distintas direcciones, muchos al tropezar con los zapatos de José se subieron a ellos y luego siguieron trepando por las piernas. El muchacho sufrió un ataque de pavor y gritaba desesperadamente. Ninguno de nosotros atinamos por hacer algo, continuábamos con la carga sobre nuestros hombros, inmóviles.

 Finalmente fue auxiliado por el enfurecido hombre que al ver el estado en que estaba el muchacho, se compadeció de él y comenzó a sacudir los animalitos que alarmaban a nuestro primo. Ya libre de su propio castigo, José seguía llorando. El campesino que inicialmente estaba furioso o así pretendía hacernos creer que lo estaba, se compadeció de nosotros y terminó ayudándonos con nuestra carga hasta muy cerca del pueblo.

 

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