Merecido castigo

En los márgenes polvorientos de un caserío rural, cuatro niños emprenden una sencilla misión: recolectar camotes y cañas para los animales de casa. Pero la presencia de José —el primo menor, travieso e impredecible— convierte el encargo en una travesía marcada por la desobediencia, el juego peligroso y una colección de alacranes encerrados en un frasco de vidrio.

Lo que comienza como una jornada inocente deriva en una escena cargada de tensión, pánico y redención inesperada, cuando la naturaleza y los adultos reaccionan ante la osadía infantil. Con una prosa clara, entrañable y vivaz, Merecido castigo entrelaza el humor con el asombro, la picardía con la justicia, revelando los matices de una niñez que se forja entre sustos, castigos y lecciones que solo el tiempo logra comprender.

Entre risas, miedo y una valiosa lección, Merecido castigo narra con ternura y picardía una historia infantil cargada de suspenso y humanidad.


Merecido castigo

Pablo Rodríguez Prieto

Los sembríos aledaños a la casa eran muy grandes, y sus propietarios cultivaban casi de todo. Detrás de estas parcelas estaban los terrenos de la hacienda, donde únicamente había caña de azúcar. Eventualmente éramos enviados a recoger el rastrojo de esos campos y, en algunos casos, a pedir que nos regalaran algunos frutos.

Por la tarde debíamos ir a traer camotes y hojas de maíz para los animales. La tía nos pidió que cortáramos, de paso, unas cuantas cañas dulces en el camino.

—De preferencia las que son negras y gruesas —nos dijo.

Partimos después de almorzar. José insistió en acompañarnos y, contra lo que nosotros hubiéramos querido, su mamá aceptó. Era el menor de nuestros primos y el más problemático; siempre terminaba enredándonos en alguna fechoría.

Traía José un frasco de vidrio en las manos. No sabíamos qué intenciones tenía y tampoco le preguntamos; intuíamos, tal vez, que nada bueno nos esperaba.

Camino a la chacra, el arenal era grande, y en él vivían varios bichos, entre los que siempre veíamos algunos alacranes pequeños, que nosotros aplastábamos intencionalmente a nuestro paso.

A nuestro primo se le ocurrió ir juntando los alacranes en el frasco. Molestaba al bicho con un palito y, cuando este curvaba su aguijón, procuraba que lo clavara en la madera. De inmediato destapaba el frasco y lo sacudía dentro. Cuando el animalito se daba cuenta, ya estaba prisionero junto con otros de su misma especie, luchando contra la pared de vidrio, tratando de salir del encierro.

Esta operación demandaba mucho tiempo. Paraba cada dos pasos y teníamos que esperarlo, no tanto porque quisiéramos, sino más bien por la recomendación de la tía de no dejar que se alejara de nosotros.

Retrasados por el tiempo y con la noche pronto a caer, al llegar a los sembríos de camote cogimos las primeras plantas que encontramos, sin pedir permiso a sus propietarios ni fijarnos si estaban en condiciones de ser cosechadas. De paso, arrancamos lo que encontramos sin percatarnos del daño que causábamos.

Emprendimos apresuradamente el camino de regreso. Oswaldo recogió las cañas que le habían encargado; Miguelito y yo traíamos un costal con camotes sobre el hombro y, además, arrastrábamos un paquete de plantas de maíz que solíamos picar para que los pavos y gallinas las comieran en la casa. José llevaba el frasco con sus alacranes pegado al pecho y caminaba tropezando continuamente.

De pronto, apareció un señor muy molesto. Con un palo amenazaba con castigarnos por haber malogrado su sembrío. Nos asustamos y quedamos quietos; no sabíamos qué decir ni qué hacer. No entendíamos lo que quería, pero por sus gestos supimos que estaba furioso. Continuamente levantaba el palo que traía en las manos. Le brillaban los ojos y la saliva lo salpicaba al gritar; su voz era ronca y enredada.

A José se le ocurrió la idea de destapar el frasco lleno de alacranes y mostrárselo al señor con la intención de asustarlo, pero, con tan mala suerte, que este, al tenerlo cerca, volteó el frasco con la vara, y cayó a los pies de nuestro pequeño acompañante.

Los alacranes, al verse libres, corrieron en distintas direcciones. Muchos, al tropezar con los zapatos de José, subieron por ellos y luego siguieron trepando por sus piernas.

El muchacho sufrió un ataque de pánico. Gritaba desesperadamente y se revolcaba en el piso, llamando a su mamá. Ninguno de nosotros atinó a hacer algo; continuábamos con la carga sobre los hombros, inmóviles.

El campesino entendió lo que ocurría y el peligro en que se encontraba el niño. Finalmente, fue auxiliado por el enfurecido hombre que, al ver el estado en que se encontraba el muchacho, se compadeció de él y comenzó a sacudirle la ropa y recoger los animalitos que lo alarmaban.

Ya libre de su propio castigo, José seguía llorando. El campesino, que inicialmente estaba furioso —o así pretendía hacernos creer—, se compadeció de nosotros y terminó ayudándonos con nuestra carga hasta muy cerca del pueblo. En el trayecto aconsejó a José que no debería jugar con esos bichos por ser peligrosos, y a nosotros, que no se lo permitiéramos. Lo mirábamos estupefactos, sin saber qué hacer. José no quería ver el frasco y lo arrojó lejos mientras le juraba al señor que nunca más molestaría a los alacranes.

La tía, presintiendo algo malo y al ver que demorábamos demasiado, salió a nuestro encuentro. El labrador finalmente le explicó lo que había pasado. Le causó risa la ocurrencia del niño y se fue, no sin antes recomendar que las plantas se deben recoger cuando están maduras, no cuando se nos ocurre.

Quedamos absortos. Nos costó procesar todo lo ocurrido en tan poco tiempo. Me pareció ver a los alacranes caminar tras el señor, que ahora se alejaba sonriendo. La tía nos sacó de ese estado indicando:

—Vamos, que la noche nos alcanza.

 



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