Mamá se fue
Aquella mañana tibia de otoño que amaneció con sol tímido,
siempre la recordaría no solo por la bulla que los vecinos hicieron cuando aún
era oscuro, sino también porque le ganamos al gallo dormilón, como acostumbraba
decir mi padre cuando se levantaba temprano.
Mi madre llevaba varios días echada en cama, casi no
hablaba. Junto a ella estaba doña Hermelinda, una mujer muy acomedida y
caritativa que se encargaba de que no me faltara nada y estaba siempre atenta a
lo que yo hacía. También lo era con mamá y solícita le alcanzaba pócimas y
menjunjes junto con sus alimentos.
A pesar de que hablaban en voz baja, las vecinas que
ayudaban a mi madre alcanzándole agua caliente, toallas o preparados
olorientos, no pude evitar entender que mi madre estaba muy mal. Me acerqué a
verla como lo hacía siempre y esta vez no cogió mi mano. Respiraba con
dificultad, jadeando.
A Oswaldo mi hermano mayor y a mí, nos sirvieron un jarro
de mazamorra caliente y un pan, Miguel mi hermano menor no despertó a pesar del
laberinto armado; la noche anterior él estuvo llorando hasta muy tarde, no
entendía razones y con nada se calmaba. Doña Hermelinda se retiró al cuarto que
compartía con nosotros, en la misma quinta que mi padre alquilaba desde antes
que él naciera, y lo dejó llorando. Con sus tres años recién cumplidos no
entendía lo que pasaba y lo que quería ahora era dormir.
Al partir Oswaldo con el cuaderno bajo
el brazo y su lápiz con punta nueva en la mano, rumbo a la escuelita fiscal que
estaba a una cuadra de la quinta, me sentí solo pues nadie me prestaba atención.
Salí hasta el portón de entrada y me paré a mirar la gente que pasaba. Un burro era azotado por su dueño para que apresurase el paso, iba cargado de alfalfa y costales repletos de choclos. Por el peso que llevaba, se detuvo ante un pequeño charco con aguas sucias que poco a poco se llenaba de insectos que volaban y caminaban por todos lados. Por los golpes, más que por los insultos, el pobre animal se atrevió a cruzar el lodazal.
Mucho tiempo pasó, nadie se acordó de
mí. Nadie me buscó, nadie me llamó como lo hacían siempre. De pronto escuché
llorar a las mujeres que estaban junto a mi madre. Llorando, entraban y salían
del cuarto con mucho afán, lloraban todas, unas más que otras, pero todas
lloraban. Pensé en Miguel y me acordé que también lloraba bastante, casi
siempre lloraba, ahora se había despertado y también lloraba con ellas,
desconsoladamente.
Una de las vecinas que cargaba a
Miguelito se acercó a mí, me abrazó muy fuerte y haciendo un esfuerzo por el
peso, también me cargó. Nos llevó al cuarto y tratando de secar sus lágrimas
nos pedía que no llorásemos. Yo no lo hacía y Miguel no la podía entender, tal vez
porque esta vez lloraba, pero de hambre. Nadie le alcanzó alimento alguno y por
lo tanto no se callaría hasta recibir algo que comer.
Oswaldo llegó unos minutos después de
las 12 del día, caminaba con el cuerpo bien erguido y cantaba la canción que
hoy su maestra le había enseñado. Cuando llegaba a casa me contaba cómo le
había ido en el salón de clases y trataba de enseñarme las canciones y los
cuentos que aprendía. Se sorprendió al ver llorando a las vecinas.
Una de las señoras lo esperaba en el
portón y lo condujo al cuarto en el que me encontraba al lado de Miguel. Nos
pidió que nos mantuviéramos juntos, nos recordó que nuestro padre estaba lejos
pero que no demoraría en llegar. Ya lo sabíamos, siempre era así, él cuando
viajaba dejaba que doña Hermelinda cuidara de nosotros y de nuestra madre
enferma, las vecinas la ayudaban como podían.
No nos permitieron ver a nuestra madre,
tampoco nadie nos quería decir que pasaba, no podíamos salir al patio, una
vecina se quedó a nuestro lado. Oswaldo reclamó ver a mamá, pero nadie
respondió. Por ratos nos dejaban solos, asegurando la puerta por fuera para no
salir.
La noche llegó y doña Hermelinda nos
trajo ropa limpia, las más nuevas y de colores oscuros. Nos cambió secando sus
lágrimas de cuando en cuando con el borde de su blusa. Nos abrazó fuerte tratando
de calmarse y armándose de valor nos dijo:
- Mamá se fue al cielo y desde ahí
siempre los cuidará, ella no quiere que estén tristes, papacitos -, no pudo
decir más y se puso a llorar dando grandes alaridos.
Al salir, pudimos ver que había mucha
gente en la puerta de nuestra casa, no reconocimos a nadie. Un señor de aspecto
melancólico y pálido rostro, muy delgado él y vestido todo de negro, se acercó
y nos dijo que era nuestro tío. Nos abrazó ligeramente, con la misma frialdad
de su mirada y de su forma de hablar. Salimos junto a él y acompañados de dos
vecinas, nos llevaron al lugar en el que mi madre se encontraba echada sobre
una mesa cubierta por una frazada.
No nos permitieron acercarnos. Una
señora trajo un tazón con cenizas, las cuales nos aplicaron en la frente en
forma de cruz, para luego hacernos pasar uno a uno por debajo de la mesa que
estaba llena de velas. Oswaldo se resistió inicialmente y trató de acercarse a
ver a nuestra madre, no se lo permitieron sino hasta que culminó el rito que
realizaban acompañado de rezos y oraciones. Finalmente, solo mi hermano mayor
pudo ver de cerca a mamá. Luego de esto, nos sacaron de ahí para llevarnos
nuevamente al lugar en el que nos tuvieron toda la tarde. Miguelito lloraba de
sueño y de hambre, como siempre lo hacía al llegar la noche y no pararía de
llorar sino hasta que el sueño lo venciese. Oswaldo nos cubrió con sus pequeños
brazos.
- Como harán para decirle a mi papá,
seguramente él se molestará - nos dijo muy preocupado. Papá siempre le recordaba
que debía cuidar de sus hermanos y de mamá enferma.
- Yo no sé nada – continuó mi hermano – mamá
se fue cuando yo estaba en la escuela.
Así abrazados los tres hermanos, nos
quedamos dormidos.
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