Mamá se fue


En una modesta quinta, un niño narra con inocente sensibilidad el día en que su madre, gravemente enferma, fallece. A través de sus ojos, vemos cómo la rutina familiar se rompe con el silencio, las lágrimas y los ritos de despedida que aún no comprende del todo. Su hermano mayor, Oswaldo, intenta asumir un rol protector, mientras el menor, Miguelito, llora sin saber por qué. Rodeados por vecinas solidarias, un perro fiel y una presencia paterna ausente, los tres hermanos enfrentan, por primera vez, la pérdida irreparable.

"Mamá se fue" es un relato conmovedor sobre la muerte vista desde la infancia, donde el dolor se mezcla con la ternura, la confusión y la esperanza.


Mamá se fue

Pablo Rodríguez Prieto

Aquella mañana tibia de otoño, que amaneció con un sol tímido, siempre la recordaría. No solo por la bulla que los vecinos hicieron cuando aún era oscuro, sino también porque le ganamos al gallo dormilón, como acostumbraba a decir mi padre cuando se levantaba temprano.

Mi madre llevaba varios días postrada en cama; casi no hablaba. Junto a ella estaba doña Hermelinda, una mujer muy servicial y caritativa que se encargaba de que no me faltara nada y estaba siempre atenta a lo que yo hacía. También cuidaba de mamá con esmero, alcanzándole pócimas y menjunjes junto con sus alimentos.

A pesar de que hablaban en voz baja, no pude evitar entender, por las vecinas que ayudaban a mi madre alcanzándole agua caliente, toallas o preparados olorosos, que su estado era muy grave. Me acerqué a verla, como siempre lo hacía, pero esta vez no cogió mi mano. Respiraba con dificultad, jadeando.

A Oswaldo, mi hermano mayor, y a mí nos sirvieron un jarro de mazamorra caliente y un pan. Fido, el perro de doña Hermelinda, no apartó la mirada de nuestro desayuno hasta que obtuvo un buen bocado. Solía pasar muchas horas junto a nosotros y era parte de nuestras correrías diarias. Echado a mis pies, guardaba silencio, como si también entendiera lo que estaba pasando. Con sus patas encima de mi pie, expresaba su cariño. Su mirada triste dejó deslizar una lágrima. Lo empujé, asustado.

Miguel, mi hermano menor, no despertó a pesar del alboroto; la noche anterior había llorado hasta muy tarde. No entendía razones y nada lo calmaba. Doña Hermelinda se retiró al cuarto que compartía con nosotros en la misma quinta que mi padre alquilaba desde antes de su nacimiento y lo dejó llorando. Con sus tres años recién cumplidos, no comprendía lo que sucedía y solo quería dormir.

Cuando Oswaldo partió con el cuaderno bajo el brazo y su lápiz con punta nueva rumbo a la escuelita fiscal, que estaba a una cuadra de la quinta, me sentí solo, pues nadie me prestaba atención. Salí hasta el portón de entrada y me quedé mirando a la gente que pasaba. Fido, a mi lado, de vez en cuando ladraba. Generalmente corría y saltaba, invitando al juego; ahora se acurrucó junto a mí. Un burro era azotado por su dueño para que apresurara el paso. Iba cargado de alfalfa y costales repletos de choclos. Por el peso que llevaba, se detuvo ante un pequeño charco con aguas sucias, que poco a poco se llenaba de insectos voladores y rastreros. Más por los golpes que por los insultos, el pobre animal se atrevió a cruzar el lodazal.

Pasó mucho tiempo. Nadie se acordó de mí. Nadie me buscó, nadie me llamó, como solían hacerlo. De pronto, escuché llorar a las mujeres que estaban con mi madre. Llorando, entraban y salían del cuarto con afán. Todas lloraban, unas más que otras, pero todas lloraban. Pensé en Miguel y recordé que él también lloraba bastante; casi siempre lloraba. Ahora se había despertado y también lloraba con ellas, desconsoladamente.

Una de las vecinas, que cargaba a Miguelito, se acercó a mí, me abrazó muy fuerte y, haciendo un esfuerzo por el peso, también me levantó en brazos. Nos llevó al cuarto y, tratando de secar sus lágrimas, nos pedía que no lloráramos. Yo no lo hacía, y Miguel no la entendía; tal vez porque, esta vez, lloraba de hambre. Nadie le había dado alimento alguno y no se callaría hasta recibir algo que comer.

Oswaldo llegó unos minutos después de las doce del día. Caminaba con el cuerpo bien erguido y cantaba la canción que su maestra le había enseñado. Al llegar a casa, me contaba cómo le había ido en el salón de clases y trataba de enseñarme las canciones y los cuentos que aprendía. Se sorprendió al ver llorando a las vecinas. Fido, a diferencia de otros días, esta vez permaneció a mi lado y no corrió a su encuentro.

Una de las señoras lo esperaba en el portón y lo condujo al cuarto donde yo estaba, junto a Miguel. Nos pidió que permaneciéramos juntos y nos recordó que nuestro padre estaba lejos, pero no tardaría en llegar. Ya lo sabíamos; siempre era así. Cuando él viajaba, dejaba que doña Hermelinda cuidara de nosotros y de nuestra madre enferma. Las vecinas la ayudaban como podían.

No nos permitieron ver a nuestra madre. Nadie nos quería decir qué pasaba. No podíamos salir al patio, y una vecina se quedó con nosotros. Oswaldo exigió ver a mamá, pero nadie respondió. Por ratos nos dejaban solos, asegurando la puerta por fuera para que no saliéramos.

La noche llegó y doña Hermelinda nos trajo ropa limpia, la más nueva y de colores oscuros. Fido aprovechó el descuido y corrió a meterse bajo la cama. Nos cambió, secando sus lágrimas de cuando en cuando con el borde de su blusa. Nos abrazó fuerte, tratando de calmarse, y, armándose de valor, nos dijo:

—Mamá se fue al cielo y desde ahí los cuidará siempre. Ella no quiere que estén tristes, mis lindos angelitos.

No pudo decir más y rompió en llanto con grandes alaridos que asustaron a Miguel, y Fido salió corriendo de su escondrijo.

Al salir, vimos que había mucha gente en la puerta de nuestra casa. No reconocimos a nadie. Un señor de aspecto melancólico y rostro pálido, muy delgado y vestido completamente de negro se acercó y nos dijo que era nuestro tío. Nos abrazó ligeramente, con la misma frialdad de su mirada y su forma de hablar. Fido gruñó, mostrando los dientes a nuestro tío, por lo que la señora Hermelinda lo arrastró lejos de nosotros. Salimos junto a él y, acompañados de dos vecinas, nos llevaron al lugar donde mi madre yacía sobre una mesa cubierta por una frazada.

No nos permitieron acercarnos. Una señora trajo un tazón con cenizas, que nos aplicaron en la frente en forma de cruz. Luego, nos hicieron pasar uno a uno por debajo de la mesa, que estaba rodeada de velas. Oswaldo, al principio, se resistió e intentó acercarse a mamá, pero no se lo permitieron hasta que el rito, acompañado de rezos y oraciones, concluyó. Finalmente, solo mi hermano mayor pudo ver de cerca a mamá. Después de esto, nos sacaron de allí para llevarnos nuevamente al cuarto donde habíamos estado toda la tarde. Miguelito lloraba de sueño y de hambre, como siempre lo hacía al llegar la noche, y no pararía hasta que el sueño lo venciera.

Oswaldo nos cubrió con sus pequeños brazos.

—¿Cómo harán para decirle a mi papá? Seguramente él se molestará —dijo, muy preocupado—. Papá siempre me recuerda que debo cuidar de mis hermanos y de mamá enferma. Yo no sé nada... Mamá se fue cuando yo estaba en la escuela.

Así, abrazados los tres hermanos, nos quedamos dormidos, mientras Fido ensayaba un lúgubre aullido.

 

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