“La Navidad
de los huérfanos” es un cuento breve de tono
realista, narrado desde la perspectiva sensible y silenciosa de un niño que
vive junto a sus hermanos en casa de sus tíos. Ambientado en los días previos a
la Navidad, el relato despliega con sutileza una tensión constante entre lo
material y lo simbólico, la fe y la razón, la esperanza infantil y el
desencanto adulto.
Más que una
simple anécdota navideña, La Navidad de los huérfanos es un retrato
íntimo del mundo infantil atravesado por la desigualdad, la fragilidad
emocional y el deseo de afecto. A través de una narración contenida, honesta y
profundamente humana, el cuento interpela al lector con una pregunta implícita:
¿cuánto pesa, en el corazón de un niño, la ausencia de algo tan simple como un
regalo sincero?
Léelo completo y descubre por qué hay regalos que no deberían abrirse.
La Navidad de los Huérfanos
Pablo Rodríguez Prieto
Eran los primeros días del mes de diciembre; el clima era cálido.
Tímidamente, los rayos de sol luchaban con las nubes para mostrarse en las
cercanías del verano. Cada vez se sentía menos frio.
Era costumbre en la casa del tío Bernabé que los domingos todos
estuviéramos juntos a la hora del desayuno. También era costumbre, una vez
terminado el desayuno, dar una charla sobre temas que le parecían importantes y
que él creía útiles para nosotros.
—En estos días se celebra el nacimiento de un hombre que, viviendo poco en
este mundo, se le recuerda por sus palabras, ya que en realidad nunca hizo nada
—comenzó diciendo.
Sus palabras fueron cortadas por la tía Lucrecia. Era la primera vez que
escuchaba que interrumpían su “análisis de la vida”, como acostumbraba a llamar
a sus pequeñas conferencias.
—Mira, Bernabé —dijo la tía, soltando la taza que tenía en la mano—. Esto
no es cuestión de que tú quieras creer o no; las cosas simplemente son así. No
quiero que influyas en los chicos con tus ideas ateas. En tu sindicato puedes
exponer tus pláticas como quieras, pero acá, ten cuidado —sentenció.
Noté que el tío perdía color en el rostro, mientras que la cara de la tía
se ponía morada por la fuerza que ponía en sus palabras.
—Te guste o no, el nacimiento se armará una vez más en la sala para adorar
al niño Manuelito. La Navidad se celebrará siempre en esta casa mientras yo
esté viva, ¿de acuerdo? —increpó.
El tío Bernabé, que nunca lo vi discutir con nadie, luego de hacer una
pausa y tragar harta saliva, continuó hablando como si nada hubiera escuchado.
—A los hombres que se les recuerda por mucho tiempo, es porque son dignos
ejemplos en el espacio histórico, para bien o para mal. Por lo tanto, yo no soy
quién para juzgar si fueron buenos o malos. Pero sí puedo analizar, desde mi
humilde punto de vista, si la obra que hicieron es favorable para mí y para mis
hijos. Podemos no coincidir en algunos aspectos de la vida de este señor, pero
en general, sus actos, mientras vivió en este mundo, fueron inocuos. Me tiene
sin importancia si mi cónyuge decide adorarlo —concluyó.
Yo lo miraba fijamente y vi que la manzana de Adán subía y bajaba
constantemente por su largo y flaco pescuezo. Levantó la taza de café que tenía
en la mano y bebió el último sorbo. Cogió la servilleta que tenía cerca y
limpió ligeramente su boca.
Quise preguntar
qué significaba “inocuo”, pero algo me detuvo. Tal vez fue el modo en que bajó
la mirada después de hablar, como si se arrepintiera de cada palabra. No quería
que pensara que no lo entendía, ni que le estaba faltando el respeto. A veces, las
palabras que no entiendo me hacen sentir pequeño, y esta vez también me dieron
miedo. Miedo de que mi pregunta lo hiciera sentir más solo.
Al día siguiente, la puerta principal de la casa se abrió de par en par. La
tía Lucrecia lucía feliz y nos invitó a que participáramos en la limpieza que inició
todo un rito: el de armar el nacimiento.
Nunca había
visto tanta felicidad en el rostro de la tía. Sonreía como si algo muy antiguo
dentro de ella se hubiera despertado. Me sorprendió escucharla llamarme
“hijito” más de una vez, con una voz tan suave que apenas la reconocí. A Miguel
lo trataba con una paciencia que jamás habíamos visto. Por momentos parecía
olvidar quién era, o tal vez recordaba quién había sido antes. Me pregunté si
ese pesebre que armaba con tanto cuidado era más para ella que para nosotros.
Como si necesitara que el niño Jesús viniera a recordarle que todavía podía ser
buena. Mi hermano Oswaldo miraba con desconfianza y a
prudente distancia.
Trabajamos desde muy temprano y hasta pasado el mediodía. Finalmente,
apareció en la sala de la casa un espectáculo hermoso para mis ojos. Con
papeles, cajas y otros objetos, había dado la forma de cerros, y se las ingenió
para acomodar plantitas que, con anticipación, ya había sembrado en pequeñas
macetas. Al centro armó una pequeña casita con techo de paja y acomodó, junto
al pesebre, animales hechos con arcilla, especialmente confeccionados por ella
a lo largo del año. De algún lugar sacó una brocha y un poco de pintura, que
sirvió para manchar desordenadamente los cerros, dándoles sombras y contrastes.
—Dos semanas más y ya es Navidad —dijo la tía algunos días después.
—¿A los niños malos les dan regalos en Navidad? —me animé a preguntar, sin
encontrar respuesta.
En esos días, la
sola idea de tener un regalo especial me bastaba para sentir que la vida podía
cambiar, aunque fuera un poquito.
La Navidad llegó y los regalos para todos también. Mis primos encontraron,
al pie del nacimiento, un juguete para cada uno. Oswaldo recibió una camiseta
roja con la marca de un detergente; Miguelito, un par de zapatos que, aun
estando bien lustrados, dejaban ver que ya habían trajinado buenos trancos. Un
paquete con mi nombre me lo alcanzó la tía, y lo abracé fuertemente. No quería
abrirlo: era el regalo que imaginé sería especial.
Nunca habíamos recibido un regalo en Navidad, o por lo menos no lo
recordaba. Todos gritaban pidiendo que lo abriese. No quería hacerlo; era mi
regalo y prefería tenerlo así. José se acercó disimuladamente y, en un abrir y
cerrar de ojos, me lo arrancó de las manos y lo abrió.
—Ese pantalón viejo es de Raúl —dijo mi primo, luego de hurgar mi regalo.
La tía dio un fuerte grito de una sola palabra:
—¡Joseéé!
E hizo que todos se dispersaran en distintas direcciones, quedándome solo,
parado frente a la tía y al nacimiento.
Lloré, lloré
mucho y muy amargamente durante todo el día. Hubiera querido que mi regalo
nunca se abriera. Hubiera querido guardar ese recuerdo intacto, como si al no
abrirlo pudiera seguir soñando. Pero muy pronto, como por encanto, desapareció
el dulce deseo de tener un regalo.
Me sentía herido. Nadie pareció darse cuenta.
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