Gabriela, una
estudiante de secundaria, vive con entusiasmo los primeros días de clases y
celebra junto a sus amigas la inesperada noticia de una “cuarentena” de quince
días que, en principio, parecía un regalo inesperado de libertad. Sin embargo,
lo que comenzó como un descanso divertido pronto se transforma en encierro,
frustración y lágrimas, mientras las malas noticias del mundo exterior se
filtran en su hogar. Entre clases virtuales, rebeldías y silencios familiares,
Gabriela siente que todo se derrumba. Hasta que un día descubre, casi sin
proponérselo, que aun en medio de la incertidumbre existen risas, complicidad y
nuevas formas de libertad. Un relato íntimo y conmovedor sobre la adolescencia,
el encierro y la esperanza.
¡Jóvenes ya!
Pablo Rodríguez Prieto
—¡Jóvenes ya!, por favor salgan.
La voz del
vigilante rebotaba en las paredes del colegio, nos
instaba a volver a nuestras casas. —Disfruten el
descanso —decía una y otra vez, mientras nosotros seguíamos aferrados al aire
del recreo, reacios a que la puerta se cerrara detrás de nosotros.
Conversábamos con alegría, todos arremolinados, tomados de la mano y
felices por los días de descanso que nos daban al comenzar el año escolar. Nada
hacía presagiar lo que vendría después. Recuerdo que fui la última en salir del
colegio y el vigilante no pudo evitar mencionarme:
—Gabriela, voy a cerrar la puerta —dijo con gracia mientras miraba su reloj.
Teníamos quince días para ordenar ideas sobre nuestro futuro en el año de
pre-promoción. Quince días para soñar con proyectos, fiestas y sorpresas. La
mayoría cumplía 15 años, y la diversión parecía asegurada, este año sería
genial.
En la calle seguimos charlando un buen rato. Reíamos sin preocupaciones.
Hablábamos de la “cuarentena” como si fuese una broma inocente: solo dos
semanas para chatear, mandar memes y divertirnos desde casa. Nos despedimos
entre abrazos interminables, seguras de volver a vernos pronto. Creíamos
entender que el tiempo pasaría volando.
Al llegar a casa dejé la mochila en la entrada, como siempre, y me tiré
frente al televisor. Sentí como nunca una tremenda libertad y muchas ganas de
no hacer nada. En realidad, no tenía nada que hacer. La emoción me había quitado el hambre. Era
raro: apenas cuatro días de clases y otra vez vacaciones. Aún se sentía el
calor del verano. Me quedé dormida pensando en lo gracioso de la situación.
Al despertar, lo primero que hice fue coger el teléfono y buscar a mis
amigas. Pasamos horas compartiendo ocurrencias y fotos de nuestra despedida.
Estábamos felices, aunque un poco inquietas. Seguía pensando en como sería
estar dos semanas sin ver a mis amigas.
Pero en casa las cosas no eran tan ligeras: —Lávate las manos, cámbiate de
ropa, báñate —eran frases constantes. La disciplina se volvió rutina, y la
rutina, fastidio. El fastidio se volvió angustia que se instaló en mi vida sin
ningún aviso. Unos días antes reíamos en la calle;
ahora, las risas parecían escondidas en los rincones de la casa, temerosas de
salir.
Las malas noticias crecían. El virus estaba en todas partes. Y lo peor
llegó cuando cancelaron las clases presenciales indefinidamente: debíamos
comenzar con las virtuales. Fue un golpe durísimo. Acepté de mala gana, entre
lágrimas y cuadernos arrugados. El internet lento era otra tortura, caminaba
arrastrando los pies, como si también estuviera cansado del encierro. Sentía
que el mundo se derrumbaba.
En medio de tanta noticia mala llegó una malvada a mi cabeza. El chico más
odioso del salón cumplía años y había programado una fiesta grande, había
invitado a casi todo el colegio, pero al grupo de mis amigas nos ignoró.
Perversamente disfruté que se truncaran sus planes y reí de buena gana con las
chicas.
Pasaron tres meses. La casa se volvió pequeña, las caras tensas, los
silencios largos. Todo parecía perdido. La televisión era una tortura, en ella
solo se escuchaban cosas feas. Pasé muchas horas llorando, sentí que el mundo
se venía abajo, un miedo intenso se apoderó de mí.
Un día, mientras apagaba la computadora tras otra clase interminable,
escuché a mi hermana reír en la cocina. No era una risa cualquiera: era
sincera, contagiosa, como las de antes. Me acerqué con curiosidad. Mis padres
también estaban allí, sonrientes, recordando anécdotas y contando planes para
“cuando todo pasara”. Por primera vez en mucho tiempo, la conversación no
giraba en torno al miedo, sino a la esperanza.
Esa noche, antes de dormir, volví a llamar a mis amigas. Esta vez no
lloramos. Nos reímos de nuestras primeras rabietas, compartimos chistes sobre
las clases virtuales y hasta empezamos a planear lo que haríamos el día que el
colegio abriera otra vez sus puertas. No sabíamos cuándo ocurriría, pero la
ilusión bastaba para hacernos sentir vivas.
Desde entonces comprendí algo: la puerta que el vigilante cerró aquel día
no se abriría pronto, pero había otras puertas que yo no había visto, dentro de
casa y dentro de mí misma. Puertas que daban a conversaciones más profundas con
mis padres, a complicidad con mi hermana, a sueños compartidos con mis amigas,
aunque fuera a través de una pantalla.
El mundo allá afuera parecía detenido, pero adentro todo seguía latiendo. Y aunque los quince días se convirtieron en meses, aprendí que incluso en medio del encierro se podían encontrar nuevas formas de libertad.
Agosto 2020
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