Un grupo de jóvenes viaja a San Pedro de Carac para celebrar la fiesta patronal del pueblo. Entre ellos van Vilma, quien regresa a la casa de su abuela, y su amiga Paty, la única forastera. La celebración transcurre entre música, comida y bailes, hasta que, una noche, las dos amigas se aventuran por un camino oscuro y desolado. Allí se topan con una extraña y aterradora aparición: una criatura con ojos rojos que ruge y salta al barranco. Presas del pánico, regresan al pueblo y cuentan lo sucedido, pero nadie les cree. Aunque intentan buscar pruebas al día siguiente, no encuentran rastro alguno. El misterio queda en silencio: solo ellas saben lo que realmente ocurrió.
Solo ellas supieron
Pablo Rodríguez Prieto
Habían partido de Huaral por un camino ascendente
y pedregoso, enredado en curvas y precipicios. El camión, viejo y traqueteante,
avanzaba lentamente, casi jadeando. Sobre su tolva viajaban unas veinte
personas que, pese a la incomodidad, reían y gritaban con entusiasmo: el pueblo
de San Pedro de Carac estaba cerca. El verdor de las chacras contrastaba con la
aridez de los cerros, como si la tierra se resistiera a mostrar un único
rostro.
Todos eran jóvenes. Volvían a su terruño para la fiesta en honor al patrón, San
Pedro, y la algarabía vencía cualquier cansancio.
Paty era la única extraña del grupo; viajaba junto
a Vilma, su entrañable amiga, compañera de clases y de alguna que otra
fiestecilla de fin de ciclo. La emoción las embargaba: muchos de ellos volvían
a Carac luego de algunos años y la fiesta era prometedora. Habría corrida de
toros, procesión, buena comida, abundante bebida y baile. Las celebraciones
estaban programadas para desarrollarse en cuatro largos días. En cada curva, el
conductor reducía la velocidad del vehículo y, con mucho cuidado, realizaba una
peligrosa maniobra por lo estrecho del camino.
A la entrada del poblado, al detenerse el camión,
los pasajeros saltaron llenos de euforia. Paty y Vilma fueron las últimas en
descender; quizá esperaron la ayuda de algún cortés caballero que nunca llegó.
El pueblo era pequeño: unas cuantas casas se apiñaban en torno a la plaza
principal y, más allá, las viviendas se ubicaban a la vera de caminos que se
alejaban serpenteando el inclinado terreno. Las chicas caminaron algunos
minutos hasta llegar al hogar de la abuela de Vilma, antigua residente de Carac
por ascendencia y por edad, quien se mostró muy alegre con la llegada de su
nieta, a quien no veía desde hacía mucho tiempo. El ajetreo en la morada era
expresión de que la fiesta había empezado. Era cerca de media mañana; el día
era soleado, pero dentro de la casa se sentía frío. Algunas nubes oscuras
amenazaban lluvia, por lo que todos rogaban al santo patrón que las alejara
para no malograr la fiesta.
El almuerzo fue un banquete. Habían sacrificado un
toro y la carne se repartía generosa, regada por botellas de cerveza que no
dejaban de circular. Dos bandas animaban la plaza con sones que se alternaban
y, pronto, las primeras parejas se animaron a bailar. La jarana estalló y no
paró hasta la mañana siguiente, cuando la imagen de San Pedro salió en
procesión. “San Pedrito”, como cariñosamente lo llamaban, avanzó entre calles
polvorientas, tambaleando a ratos en sus andas, como si pudiera caer al suelo
en cualquier momento. Al regresar a la iglesia, un grupo de damas repartía
ponche a los trasnochados.
La fiesta en las calles continuó gran parte del
día: los músicos no paraban de tocar las canciones de moda. Las largas horas de
diversión y los efectos del alcohol ingerido se manifestaban en muchos vecinos
que, no pudiendo llegar a sus domicilios, se quedaban dormidos en las veredas.
Para la noche se anunciaba la fiesta de gala con una orquesta, a la que solo
tendrían acceso los que tenían invitación especial. Paty y Vilma decidieron
descansar por la tarde para disfrutar la esperada reunión.
Cuando cayó la noche, antes de vestirse de gala,
salieron a dar una vuelta por la plaza. Tomaron un camino oscuro y desolado: a
un lado, una colina; al otro, un barranco profundo. En medio de la penumbra les
sobrevino la urgencia de orinar. Se miraron, se rieron nerviosas y decidieron
hacerlo allí mismo, confiadas en la soledad.
De pronto, un miedo inexplicable les recorrió la
piel. Se incorporaron apresuradas y, en ese instante, algo bajaba de la colina.
No supieron qué era: avanzaba desordenado, rugiendo como toro, relinchando como
caballo. Entre la negrura solo alcanzaron a distinguir unos ojos rojos y
enormes. Se abrazaron con desesperación, gritando con toda el alma. Aquello
pasó muy cerca de ellas y saltó por el despeñadero, dejando tras de sí un
último roznido. Luego, en un silencio absoluto, pudieron oír el silbido del
viento y sentir el frío de la noche que les congelaba la sangre.
Corrieron de vuelta a la casa de la abuela, donde
todos estaban en ajetreo alistándose para continuar la fiesta. Al contar lo
sucedido, nadie les creyó. Tal vez por la farragosa explicación, los presentes
pusieron en duda que hubieran gritado tan fuerte, como decían, sin que nadie
escuchara nada. Sus gargantas secas y la afonía de sus voces era lo único que
evidenciaba el extraño suceso.
Enviaron a dos jovencitos a indagar por el lugar,
pero pronto regresaron diciendo que no había nada extraño. Ellas insistían en
que fue aterrador lo que vieron, sintieron y escucharon. Igual, nadie les
creyó. La abuela les preparó un vaso con agua de azahar para calmar los
nervios. Ante la evidente disensión, entendieron que era inútil seguir
explicando. Como resultado, una fuerte abulia se apoderó de ellas: estaban
pálidas, sentían que se iban a desmayar y terminaron vomitando. Para ellas, la
fiesta se acabó; no les quedaron ganas de volver a salir.
Al día siguiente renunciaron a seguir disfrutando
las celebraciones de San Pedrito y, antes de alejarse del pueblo, decidieron
investigar por su cuenta en el lugar. Hicieron el recorrido de la noche
anterior y encontraron los vestigios de sus orines. En el polvoriento camino
solo vieron sus huellas, que, al estar asustadas, dejaron dando vueltas en el
mismo sitio, y nada más. Ni ramas rotas, ni rastros de animal, ni señales de
aquel bulto que casi las arrolla. Nada en la colina. Nada en el barranco.
Solo ellas supieron lo que en verdad ocurrió.
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