Josha, un chofer reservado y disciplinado, dedica su vida a servir a la
familia Martell. Sus días transcurren entre viajes nocturnos, encargos
inesperados y clientes misteriosos que parecen siempre en calma. Con un
carácter imperturbable, afronta situaciones extrañas en las que lo cotidiano se
mezcla con lo inquietante, mientras la naturaleza del negocio de los Martell
guarda un trasfondo que solo poco a poco se insinúa.
A lo largo del cuento se destacan episodios singulares vinculados con los
traslados nocturnos de clientes, viajes en carreteras solitarias o percances
mecánicos que Josha resuelve con calma. En cada situación, su actitud permanece
inmutable, reflejando tanto su temple como la naturaleza enigmática de las
tareas que desempeña. El entorno del negocio de los Martell y la presencia de
otros personajes, como Alfredo —el sobrino perezoso—, contribuyen a crear un
ambiente cotidiano que, sin embargo, deja entrever un trasfondo particular
sobre las actividades de la familia.
Josha
Pablo Rodríguez Prieto
Los días parecían iguales para Josha. Trabajaba siempre con el mismo ahínco
y sumisión, desde la primera vez que llegó a la casa de la familia Martell. Era
chofer de la señora, de los niños y del negocio. Además, hacía los mandados del
señor Martell y se quedaba al mando del local cuando este tenía que ausentarse
para atender a algún cliente. Parte de su labor consistía en acompañar a los
clientes del señor Martell cuando debían ser trasladados a otras ciudades
cercanas. No importaba la hora: siempre estaba a disposición, fuese mañana,
tarde o noche.
Josha era alto, delgado y desgarbado; su caminar simulaba una marcha.
Cuando se sentaba al volante, con la espalda recta, las manos firmes y parejas,
y la vista fija hacia adelante, adoptaba una pose estática, casi ceremonial.
Pocas veces sonreía; su rostro adusto y melancólico iba a tono con los
menesteres que se le encargaban.
El negocio de la familia Martell promocionaba atención esmerada y
personalizada las 24 horas del día, con un cartel muy grande en la fachada del
local. Dos veces por semana, Josha se quedaba a cargo del negocio durante la
noche —hasta el amanecer—, y se comentaba que en esas jornadas era cuando más
ventas se realizaban.
Contaba Josha que en una oportunidad tuvo que trasladar a uno de los
clientes del señor Martell fuera de la ciudad. Partió pasada las diez de la
noche, conduciendo como siempre a una velocidad prudente y constante. La
carretera era solitaria; solo de vez en cuando un parpadeo de luces lejanas
atravesaba la oscuridad y desaparecía en cuestión de segundos. El silencio del
campo se mezclaba con el rumor uniforme del motor, un murmullo que parecía
acompañarlo más que el propio pasajero.
De pronto, Josha sintió en la nuca una presión fría y firme, una mano que
lo sujetaba con fuerza. No perdió la compostura: redujo lentamente la
velocidad, mientras el corazón le golpeaba como si quisiera salirse del pecho.
El asfalto, iluminado apenas por los faros, parecía alargarse infinitamente
frente a él.
Se detuvo al borde del camino. La presión cesó lentamente hasta desaparecer,
como si nunca hubiera existido. Volteó entonces con cautela hacia el asiento
trasero: su acompañante descansaba inmóvil, con el rostro sereno, como si nada
hubiera ocurrido. El aire dentro del coche olía más denso, y el silencio
pesaba. Sin decir palabra, Josha retomó el volante, encendió de nuevo el motor
y continuó el trayecto, con la misma serenidad imperturbable de siempre. Al
llegar a su destino hizo las coordinaciones del caso y regresó tan fresco como
había partido, llegando antes del amanecer.
En otra ocasión conducía por un camino que serpenteaba entre cerros oscuros
y, a cada curva, la noche parecía cerrarse más sobre el auto. De pronto, un
tirón brusco apagó las luces y el motor se detuvo con un gemido ahogado. La
oscuridad era total, tan espesa que Josha apenas distinguía la silueta de sus
propias manos.
El pasajero seguía inmóvil en el asiento trasero, en un sueño
imperturbable. Josha descendió con calma, abrió el maletero y bajó la pesada
caja de herramientas, que dejó con esfuerzo en el suelo pedregoso. El aire era
frío y el silencio tan profundo que podía escuchar sus propios movimientos, sus
pasos acompasados y el roce metálico de las llaves.
Con movimientos precisos introdujo su larga figura bajo el capó, tanteando
a ciegas cada pieza del motor. Encontró finalmente la falla, era el cable
suelto del distribuidor y lo encajó en su sitio. De inmediato, los faros se
encendieron con un destello, abriendo la noche como un relámpago inesperado.
Al regresar al maletero, Josha se detuvo en seco: la caja de herramientas
ya no estaba en el suelo. Había vuelto, sin que nadie la tocara, a ocupar su
lugar exacto en el interior del auto. Cerró el maletero con un gesto sereno,
sin perder la compostura, y antes de volver al asiento del conductor echó un
vistazo rápido al pasajero: seguía descansando, inmóvil, ajeno a todo. Josha
tomó el volante y arrancó de nuevo. Esta vez, las curvas parecían apartarse
ante él, como si la carretera deseara facilitarle la llegada.
Josha, firme al
volante o detrás del mostrador, siempre estaba dispuesto a servir. Una noche, estaba de turno y lo acompañaba Alfredo, un sobrino de la señora
Martell que tenía mala fama de flojo y dormilón. Su anodina existencia era
conocida por todos. Siempre que podía evitaba hacer el menor esfuerzo posible,
buscaba los lugares menos imaginables para descansar y continuamente se quejaba
de estar cansado.
La tienda del señor Martell estaba en el centro de la ciudad. Él mismo se
encargaba de tener siempre las últimas novedades en su rubro, y los productos
eran exhibidos de manera muy ordenada y atractiva. La variedad era amplia:
desde madera fina forrada con sedas costosas hasta artículos sencillos y de
bajo costo.
Cerca de la
medianoche entró un grupo de clientes de rostros enjutos. Josha los recibió con la
habitual cortesía silenciosa, pero Alfredo ya había desaparecido. Los
compradores se detuvieron frente al artículo más costoso. Sin embargo, al
acercarse a revisarlo, retrocedieron sobresaltados y abandonaron la tienda
apresuradamente. La displicencia de
Alfredo arruinó un buen negocio aquella noche: dormía
plácidamente dentro de uno de los cajones de exhibición. Josha, con rostro inexpresivo,
no le dirigió una mirada.
Al enterarse el señor
Martell, imperturbable, acomodó de nuevo el local con la ayuda de Josha, que
permanecía erguido y silencioso como siempre. Afuera, la ciudad dormía, pero en
la tienda las luces seguían encendidas, esperando a los próximos visitantes.
Los Martell nunca cerraban sus puertas: eran
dueño de una funeraria, y los clientes que trasladaba Josha —digamos que
siempre— descansaban en paz.
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