“El Charco”


Después de varios días de lenta caminata, luego de nuestra violenta y apresurada huida de la ciudad, atravesando varios pequeños humedales, llegamos a un hermoso lugar, lleno de vegetación y con una extensa laguna en la que revoloteaban miles de aves.
Mi padre nos dijo que a este lugar lo llamaban “El Charco”, y señaló que este sería nuestro campamento por algunos días. Buscó el lugar más seguro al pie de unos arbustos que nos daban sombra y a la que llegaba una fresca brisa marina y un agradable olor a hierbas, mientras nuestros ojos se deleitaban con el revolotear de aves que no temían nuestra presencia.
Llegamos al promediar el medio día, el cielo estaba ligeramente nublado, por lo que el clima era agradable, no sentíamos frio ni calor. Mi hermano mayor con la indiferencia que lo caracterizaba, se alejó del grupo para observar quien sabe que, dejando la tarea de instalarnos, a la tía Josefa. Mi padre de inmediato comenzó a husmear por el lugar, lo vi trepar algunas ramas oteando los alrededores, asegurándose que no hubiera presencia humana cercana. Miguelito, mi pequeño hermano, entretenido mordisqueaba una caña que mi padre le había dado, extrayendo con sus pequeños dientes el dulce sabor de la planta.
Ya nos habíamos acostumbrado en el trayecto a pernoctar a la intemperie, por lo que llamó mi atención que mi padre se esforzará en traer al lugar ramas, troncos y hojas que en pocas horas se convirtieron en nuestra casa, me pareció increíble, que incluso una mesa se había improvisado. Por donde veíamos había abundante vida, era el paraíso. Clima benigno, mucha agua, aves, insectos, peces, pequeños mamíferos, roedores, plantas y más plantas.
Lo primero que pude ver en los alrededores, era abundancia de nidos repletos de huevos. Esto nos garantizaba alimento, pero había que aprender a diferenciar los que eran buenos para comer. Lo primero que nos enseñó papá, era que, en esos nidos había patos y gallaretas. Se parecían, pero no eran iguales y los huevos se confundían aún más. Las gallaretas tenían la costumbre de dejar sus huevos en los nidos de los patos para que estos los empollen y era curioso luego ver a las patas salir de sus nidos con una mescla de crías. Las crías de los patos eran generalmente amarillas o negras, mientras que las pequeñas gallaretas tenían el plumaje salpicado de colores grises que se confundían con las ramas secas y sombras del lugar. Los huevos de los patos tenían un sabor que para nosotros en un comienzo sabían a majar de los dioses, mientras que los huevos de las gallaretas sabían horriblemente mal.
El mar estaba a pocos metros de la laguna, por lo que el aire traía hasta nosotros no solo la brisa marina, sino también el delicado sonido de las olas que suavemente acariciaban la orilla. Aprendimos caminar sigilosamente por el lugar, para no alterar el habitad de nuestras compañeras circunstanciales y nuestras visitas al mar eran para desatar nuestras habilidades en competencias que nuestro padre promovía. Éramos excelentes corredores y prometedores nadadores. “Nadie gana, nadie pierde, todos corren, todos nadan” gritaba con fuerza mi padre.
Los días pasaban veloces, mi padre por las noches o antes del amanecer salía de pesca. En el desayuno se servían los mejores pescados, sabían deliciosos. Una parte de la pesca era llevada por la tía Josefa a un pueblo cercano llamado Santiago de Cao, generalmente la cambiaba por otros productos. Así la veíamos llegar cargando verduras, sal, aceite, etc. Lo que no podría cargar para intercambiarlo, con una paciencia de ángel lo partía por la mitad, le esparcía sal para luego exponerlos al sol. Cuando tenía una regular cantidad de pescado seco, nos pedía ayuda y lo trasladábamos al pueblo y lo dejábamos en la casa de una familia de la que supo ganarse la confianza y la amistad. Este viaje nos demandaba un par de horas de bastante esfuerzo y varios descansos, luego de las cuales regresábamos trayendo siempre cosas usadas que para nosotros resultaba novedad. Un día de los tantos que íbamos al pueblo los tres hermanos y la tía Josefa regresamos con ropa “nueva”. A mi padre no le agradaba esta relación amical, puede traernos problemas, dijo cuando llegamos casi irreconocibles.
Una mañana despertamos alertados por el aletear de aves sobre el techo de nuestra vivienda, nos llamó bastante la atención que las garzas y patillos que siempre estaban en la laguna, esta vez se alejaran del agua y se treparan a los árboles o lugar alto como el techo que nos cubría. Los patos con sus crías que hacía unos días habían salido de los nidos, se mantuvieron a prudente distancia y el camino del pueblo casi fue invadido por cientos de madres que alejaban a las crías de los totorales. Algo distinto ocurrirá, sentenció mi padre. Y así fue, hacia el mediodía comenzaron a llegar bandadas de aves distintas a las que ya conocíamos, primero fueron talvez cientos, al atardecer eran miles de plumíferos que cubrían todos los espacios existentes, la bulla era ensordecedora, cada una de las aves luchaba por buscar un lugar para pasar la noche luego de darse un refrescante chapuzón en las frescas aguas de nuestra laguna. Así comenzábamos a sentir ese espacio, como nuestro. Estuvieron con nosotros nuestras extrañas visitantes por unos días, no sé cuántos, luego comenzó el éxodo. Tal como llegaron partieron, en grupos, en bandadas, dejando el lugar en silencio. Todo volvió a la normalidad, los patos regresaron a acomodar sus nidos, las garzas bajaron de los árboles y nuestro techo fue liberado quedando lleno de pestilentes residuos.
A la entrada del pueblo había huertas protegidas por muros de adobes que nos llegaban hasta la cintura, eran construidos básicamente para proteger los sembríos de los burros y cerdos que andaban sueltos por el lugar. La tía, encontró en el camino unas plantas de higo y los consideró una bendición del cielo, pidió permiso para recoger las hojas, que guardó en una de sus bolsas y a partir de entonces nos recomendaba no olvidar recogerlas. Al llegar a casa, las hojas eran hervidas y en ella agregaba maíz molido que se convertía en una deliciosa mazamorra. No usaba azúcar, sin embargo, era el manjar más delicioso que habíamos probado. Con los frutos, que eran abundantes, mi padre preparaba un postre, que a mí personalmente no me gustaba, por el color, olor y sabor, pero que había que comerlo porque era muy alimenticio, según argumentaba.
Un buen día llegaron hasta nuestra humilde morada, los amigos de la tía, que muy amablemente querían conocer a nuestro padre, quien en ese momento se encontraba arreglando sus redes para su próxima faena. Él se mostró muy alegre con la visita y les brindó toda clase de atenciones dentro de las limitaciones que teníamos, pero no dejó de llamarme la atención su preocupación, algo le molestaba y era evidente. Al despedirse los acompañó, gran parte del camino de vuelta al pueblo y les obsequio algunos objetos que guardaba entre sus pocas pertenencias.
Ese fue nuestro último día en el Charco. Por la noche en vez de salir de pesca, mi padre se dedicó a ordenar los bultos que llevaríamos al partir, ahora teníamos muchos más objetos que cuando llegamos, muchos de ellos fueron sacados del lugar mientras nosotros dormíamos. Antes del amanecer, partimos sin saber por qué. Nuestra huida continuaba, así lo entendí.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
En los meses de noviembre y diciembre, empieza el verano en america del sur y las aves migratorias llegan desde lugares tan lejanos como Estados Unidos y Canadá, muchas especies migratorias dependen de esos charcos para descansar y comer, increible realidad natural plasmada en un exquisito relato.

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