Vuelve papá

Mi papá apareció después de algunos días, una tarde en que Miguelito se encontraba enfermo. Tenía fiebre y estaba echado en la cama. La vecina le había puesto unas hojas de malva en el estómago y mojado la cabeza con sus orines. Escuché decir que estaba empachado y que había que darle purgante. La ancianita que pasó a ser nuestro ángel guardián, se sorprendió al ver que mi papá ingresaba a la casa cuando ella lo estaba curando. No recordaba quien era y por poco lo echa a escobazos. “¿Qué quiere usted aquí?” le increpó. “Esta es mi casa, explíqueme que hace usted aquí y que le hace a mi hijo” le contestó mi papá, visiblemente sorprendido. La señora le explicó que vivía enfrente y que el niño estaba enfermo. Dándole la espalda para seguir atendiendo a mi hermano, le increpó por no saber con quién deja a sus hijos. “Esa mujer dejó abandonadas a estas criaturas”

Mi padre preocupado por lo que nos había pasado y por la salud de Miguel, agradeció a la anciana por los cuidados que nos dio, por lo que preguntó cuánto le debía. “Me ofende usted señor, en medio de nuestra pobreza nos complace ayudar a los que lo necesitan y estos angelitos necesitaban de nuestra ayuda” ¿diga? respondió la señora.

Había soñado muchas veces que papá regresaba y que corría a sus brazos; sin embargo cuando lo vi, no lo pude hacer. Además no me hizo caso; se dedicó a conversar con la vecina y a preguntar por Miguelito que estaba enfermo.

Salí a la calle y pude ver el camión estacionado en la puerta; lleno de tierra y con una puerta abollada. No quise acercarme más y solo me dediqué a contemplarlo de lejos. Oswaldo apareció al poco rato y se paró junto a mí. “¿Qué miras?”, preguntó. “Nada” contesté. Me hubiera gustado sentir nada, pero no era así. Sentía rabia y no lo podía explicar. Miguel lloraba llamándome; fui a verlo, se calmó cuando me acerqué a él.

La vecina se había retirado y mi papá estaba en la cocina aseándose. Me acerqué a verlo y recién entonces me habló. “¿Desde cuándo esta tu hermanito enfermo?”, preguntó mientras se secaba la espalda con una toalla. “No se” le dije. Volteó a mirarme entre sorprendido y molesto. “¿Cómo no vas a saber?” insistió. Le dije que en la mañana estaba bien, después de almuerzo se sintió mal. “Tiene fiebre” me dijo mientras se ponía la camisa.

Ya oscurecía cuando la ancianita llegó trayendo un tazón con hierbas hervidas, que pidió le diésemos a Miguel. Mi papá agradeció el gesto y prometió dárselo cuando enfriara un poco.

Estábamos comiendo lo que mi papá cocinó, cuando apareció Miguel en la cocina, “Ajaa, enfermo que come no muere” dijo mi papá, invitándolo para que se siente con nosotros; quiso que lo cargue.

La conversación de mi papá nos encandilaba; era grato escuchar contar sus anécdotas del viaje. Me atreví preguntarle porque la puerta del camión estaba golpeada; nos dijo que en la sierra el camino es muy angosto y que cuando llueve, todo se vuelve muy resbaloso. “Nos pegamos demasiado al cerro y no pude evitar arrimarme hasta rozar con una piedra” nos contó. Por la noche todos durmieron bien, solo que a Miguel le tuvieron que cambiar de ropa porque sudaba mucho. Yo me desperté varias veces para llamar a mi papá. “Tengo un sueño feo”, le dije en una oportunidad, esperando que me llamase a su lado, pero me contestó: “voltéate y sigue durmiendo”. “Quiero orinar” dije después; “tú sabes donde hacerlo” me respondió.

Al día siguiente muy temprano papá nos despertó; el desayuno ya estaba listo. Como siempre, a Oswaldo tuvieron que pasarle la voz varias veces. “Quiero que me acompañen hoy todo el día”, nos dijo. “No tenemos nada que hacer papá, te podemos acompañar” fue mi respuesta. Oswaldo dijo que prefería quedarse a dormir un rato más. “No, todos nos vamos” fue rotundo mi padre.

Primero fuimos a un mercado, donde bajaron unos bultos que había en el camión. Todas las personas saludaban a mi padre como un antiguo conocido. Me pregunté, como hacía mi papá para conocer a esta gente si siempre estaba lejos. Quedé sorprendido del trato que recibía, especialmente de las señoras.

Llegamos luego a un lugar donde había muchos camiones; De entre éstos salió un hombre fortachón, de baja estatura pero grueso. Tenía grasa en todo el cuerpo y la ropa que llevaba parecía que alguna vez fue blanca pero que ahora estaba muy sucia por donde se le viese. Al verlo mi padre bajó del carro y lo saludó emocionado: “¡Pacheco!”; éste le respondió con una voz muy gruesa “Compañero, que milagro usted por aquí”. Se estrecharon la mano y se dieron un abrazo muy efusivo. Mi papá le explicaba alguna falla que tenía el camión, por lo que le dijo que por la tarde lo traería para dejarlo. Se despidió diciendo: “Regreso, Búfalo”

De ahí fuimos al centro de la ciudad, estacionándose frente a una panadería que en la parte frontal tenía un letrero con varias letras y el dibujo de una canasta con panes. Oswaldo pudo decirme que decía “Panadería Fujiyama”. Mi papá se bajó del camión y entró en la panadería, pidiéndonos antes que no bajásemos porque no demoraría. Así fue en realidad, regresó justo cuando Miguelito pedía un lugar donde orinar. Mi papá tuvo que llevarlo al interior de la panadería y esta vez sí que demoró demasiado. Oswaldo bajó y yo lo seguí. Nos sentamos en la vereda y desde ahí veíamos el trajinar de varias personas, sobre la calle empedrada, que entraban y salían de un mercadito pequeño que había ahí. A media cuadra había una plazuelita frente a una iglesia de paredes anchas y altas; Oswaldo se fue para allá a pesar que le pedía que no se retire. No me hizo caso y tuve que seguirlo. Desde la puerta de la iglesia se veía el camión; dimos varias vueltas por el lugar y nos alejamos aún más, mi papá no salía de la panadería y Miguelito tampoco. Al regresar entramos al lugar donde ingresó mi papá, no los vimos, por lo que tuvimos que subir al camión a esperarlos.

Cuando regresó estaba sonriente y se le veía feliz. Casi siempre andaba así, trasmitía tranquilidad y su rostro joven era simpático. Miguel traía una bolsa con panecillos que nos invitó; eran pequeños pero muy agradables. Ya en el camión nos dijo que tenía buenas noticias. “Muchachos tengo un contrato con este japonesito para abastecerle con leña para los hornos por tiempo indefinido, en este local y otro que tiene en a la vuelta”. También nos dijo que cambiaríamos de casa en estos días y que estaría junto a nosotros por más tiempo. “Deben ir a la escuela, para que sean hombres de bien” decía mientras nos informaba que visitaríamos a unos primos en Huanchaco. “Allá almorzaremos hoy” dijo mientras tomaba el volante.

Comentarios

Vinko Abad ha dicho que…
La vida misma es arte, pero es necesario ser artista para poderla transmitir y reflejarla en la escritura como lo haces tu. Felicitaciones sinceras.

Vinko Abad

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