Para otra vez será


Había llegado temprano, las puertas del parque de diversiones estaban cerradas, tras una larga espera fui la primera en presentar mis boletos de ingreso. Luego de una minuciosa revisión, me dijeron que las entradas estaban adulteradas. El inspector de turno con el ceño fruncido me dijo que, dado que recién empezaba el día y estaba de buen humor, quería ser complaciente, por lo que yo tenía dos opciones, la primera era retirarme de su vista y desaparecer, la otra dar alguna explicación a la policía. Quede espantada, sudaba frio, no lo pude creer y grite, grite con todas mis fuerzas. Desperté asustada, felizmente todo era solo un sueño.

Como resultado de lo planeado un mes atrás, Sasha, Tatiana y yo teníamos comprados pasajes y entradas para visitar Paris y hacer realidad un sueño que las tres teníamos desde niñas, visitar el parque de diversiones de Marne-la-Vallée. Personalmente puedo asegurar que soñaba todos los días con este viaje y a pesar de las restricciones que de a pocos se iban levantando a raíz de la pandemia, estaba ilusionada y contaba los días esperando se hiciera realidad. Tal vez por eso tuve esa horrible pesadilla la noche anterior.

Me desperté temprano para llegar a la facultad y entregar un trabajo que me costó mucho esfuerzo terminarlo. Estaba contenta porque a pesar de todo confiaba que estaba bien hecho. Luego de un almuerzo frugal, regresé a la residencia para ultimar el equipaje que llevaría en un viaje por una semana en Francia, Bélgica y Países Bajos. Con el tiempo exacto nos encontramos las tres amigas en la estación de St. Pancras. Luego de hacer el control migratorio estábamos sentadas, radiantes de felicidad en el tren rápido que en dos horas y algo más nos llevaría a nuestro destino inicial, París.

Nuestra llegada a la estación Gare du Nord, en la Rue de Dunkerque fue a las 7 de la noche y Paris nos esperaba con aguacero. Nos habían advertido que tengamos mucho cuidado en la estación, por lo que lo primero que hicimos fue pedir un taxi por aplicativo quien en poco tiempo nos llevó a nuestro alojamiento previamente reservado. En el camino el conductor, que resultó ser de ascendencia asiática, nos dijo con bastante dificultad, ya que no hablaba inglés, que teníamos suerte pues para el amanecer se pronosticaba un día soleado. ¿Hacía mucho frío o era yo la que sentía el cuerpo un poco descompensado? Me acosté temprano, tratando de recuperar el sueño perdido la noche anterior en la elaboración de mi trabajo. Me quedé pronto dormida pensando en que de esa nota dependía la aprobación del curso.

Al día siguiente me levanté con bastante esfuerzo, me dolía el cuerpo y la nariz congestionada me indicaba que había una gripe en proceso. A estas alturas me preguntaba si estaba haciendo lo correcto, estaba lejos de casa, lejos de la universidad y por la actitud indiferente de mis amigas, realmente me sentí sola. Cada una vivía esta experiencia a su manera.

El taxi nos recogió de Rue Du Pere Corentin, donde estábamos alojadas y comenzamos el día desayunando cerca de la torre Eiffel. Una taza de café y dos croissants, junto a una pastilla de paracetamol, levantaron en algo mi alicaído ánimo. Desde lo alto de la torre, a la que subí con bastante dificultad, ya que los ascensores no funcionaban, veía las calles de Paris con el sol levantándose entre la niebla natural de la época y mi visión nublada también por el lagrimeo que se incrementaba a pesar de querer disimular el malestar que sentía. De a pocos mi nariz se enrojecía y la cabeza sentía que reventaría en cualquier momento. Finalmente caminamos por los alrededores buscando algo para almorzar. Elegimos un pequeño restaurante con un enorme ventanal que nos permitía ver la torre y parte del río Sena donde pasamos un buen tiempo. Mientras Sasha y Tatiana saboreaban, según ellas, un agradable vino francés, yo soplaba una taza de manzanilla caliente. Los presagios del taxista que nos condujo cuando llegamos se cumplían, Paris era bañada por un tibio sol que luchaba por abrirse paso en medio de la bruma. El frío era intenso y comencé a hacer fiebre.

 Para mi complacencia fueron mis amigas las que sugirieron regresar al hotel, yo sentía desfallecer y a la vez me daba rabia no poder disfrutar la ciudad como hubiera querido. Los Campos Elíseos, la Place de la Concorde y el Arco del Triunfo lo vimos solo de paso desde dentro del taxi. Cuatro de la tarde, el frío me hacía tiritar, no podía controlar el castañetear de mis dientes, agradecida por la calentura que proporciona la calefacción de la habitación, volví a tomar otra pastilla de paracetamol y decidí meterme a la cama tras ponerme encima todos los abrigos que disponía. Tatiana sugirió que hiciera uso de la prueba de antígenos que teníamos a la mano. El resultado fue el que menos hubieron deseado en esos momentos. Las tres nos miramos perplejas, cariacontecidas y asustadas.

Sasha comentó que hacía menos de un mes que había hecho la enfermedad de Covid por lo que posiblemente a ella no le afectaría, pero era muy probable que a estas alturas Tatiana ya estaría contagiada por lo que ya no había nada que hacer para evitarlo. Nos pidió guardar la calma y comenzamos a debatir las acciones que deberíamos tomar a partir de este momento. Lo primero que se planteó, fue tener en cuenta las medidas sanitarias que adoptan cada uno de los países. Tanto Francia como Reino Unido exigen a quienes se contagian con el virus que hagan cuarentena en el lugar que se encuentran con el fin de evitar la propagación de la enfermedad. El gran dilema era, que de agravarse mi situación yo debería permanecer por lo menos quince días en un lugar aislado en París. Eso, con riesgo de requerir asistencia médica y la necesidad de medicamentos adicionales.

Sentí que el mundo se me venía encima, imaginé a la muerte rondando cerca de mí, supuse que todo terminaba de la manera más infame y despiadada. Lloré amargamente y creí ver el final de mis días en la ciudad que por largos años soñé poder visitarla. Que cruel es la vida, llegué a pensar. Toda la noche no pude dormir, temía quedarme dormida y no volver a despertar.

La larga noche llegó a su final y mis amigas, que al parecer tampoco durmieron muy bien, se levantaron para sugerir que lo más recomendable era que yo regrese a Londres, ellas habían decidido continuar con lo programado. Fue así que se alistaron para visitar ese día el parque de diversiones que yo tanto anhelaba visitar. Suspiré y me dije: para otra vez será. Cuando salieron, volví a llorar, sintiendo su indiferencia ante lo que me estaba pasando. Pensé en mis padres, recordé mi casa, la sopa de pollo que mamá prepara cuando alguien se encuentra resfriado y lo bien que se siente ser mimada. Nada de eso había, estaba sola, debería comprar el pasaje para retornar.

A media mañana sentí hambre y no había nada que comer. Tomé la decisión de salir a buscar alimentos y también algún medicamento que alivié mi malestar. Cuando partieron mis amigas me había tomado el último calmante y temía que la fiebre volviera a aparecer. Con bastante esfuerzo lo logré, al retornar y tras beber un vaso de yogurt me recosté atravesada en la cama y me quedé dormida. Mi tren partiría a las seis de la tarde.

Antes de abandonar la habitación procuré pasar desinfectante por respeto a mis amigas que se vieran expuestas a este virus. Me tomé dos pastillas de paracetamol, maquillé mi rostro lo mejor posible y partí antes de lo previsto para hacer el control migratorio. Felizmente el trámite fue sencillo y pronto ya estaba sentada en un cómodo asiento del tren anhelando pronto estar en la residencia universitaria. Coloqué en mi rostro dos mascarillas, me puse lentes oscuros y pretendí dormir durante el viaje. No fue posible, me tocó de compañero de viaje un niño cuyos padres viajaban al lado. Dentro de su ingenuidad y sin poder imaginar lo que portaba, quería hablar primero y luego planteó una serie de juegos a los que no pude eludir del todo. El tiempo fue mi mejor aliado y pasó volando, muy pronto se anunciaba el arribo del tren al terminal de St. Pancras en Londres para beneplácito mío y por el bien del pequeño, pensé.

La pandemia nos cambia la vida, nos enrumba por donde ella quiere llevarnos. Un minúsculo virus puede cambiar todos los planes. Estoy nuevamente como en casa, con la seguridad de tener asistencia médica, cosa que nunca necesité y poder hacer la más larga de las cuarentenas, si así lo requiriese el caso, cosa que tampoco fue necesaria. Al quinto día la prueba de antígenos dio negativo, con lo que todo llega a su final y la vida continúa. Ah, ¿Qué fue de mis amigas? Ellas continuaron el periplo y estuvieron pendientes de mi salud en video llamada. No son malas como pensé, ahora entiendo que ellas también sintieron miedo, no se contagiaron y pronto estarán de vuelta.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Muy buena la historia, como la vida misma!
Olga ha dicho que…
Muy buena la historia! Me gustó mucho.
Víctor ha dicho que…
Está historia nos recuerda que la pandemia, a pesar que el tiempo ha pasado, aún seguimos teniendo presente en nuestra memoria los momentos de pánico y dolor que produjo está tragedia en todo el mundo. Excelente.

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