Perro pícaro


En una casa tranquila del vecindario, Ruso, un perro rutinario y mimado por Esmeralda, vive una vida apacible marcada por siestas, ladridos y caricias. Pero una serie de ladridos nocturnos comienza a inquietar el ambiente y, sin que nadie lo sospeche, Ruso guarda un secreto que pondrá de cabeza la normalidad familiar. Cuando Esmeralda descubre a tres cachorros ocultos bajo su cuidado, la sorpresa se convierte en escándalo, y lo que parecía un simple compañero fiel revela una doble vida digna de novela. Con humor, ternura y un giro entrañable, este cuento retrata los vínculos familiares, la complicidad silenciosa de los animales y cómo el amor —incluso el perruno— encuentra sus caminos.



 

Perro pícaro

Pablo Rodríguez Prieto

Desde hacía varias noches, un ladrido desconocido alteraba la calma del vecindario. Nadie sabía de dónde venía ni por qué. Ruso, el perro de la casa de Esmeralda, parecía indiferente: daba vueltas inquieto alrededor de la casa, como si buscara algo que no entendía.

En el patio trasero vivía Ruso, un perro que, al igual que Esmeralda, siempre tenía muy poco que hacer y repetía una rutina diaria aprendida desde cachorro. Por la mañana, ladraba junto a la puerta de la cocina, daba una vuelta completa a la casa y luego repetía el ladrido, un poco más fuerte. Sentado debajo del pequeño techo que sus amos construyeron para protegerlo de las lluvias, esperaba que le llevaran el desayuno.

Esmeralda lo saludaba con la misma ternura que brindaba a su hijo. Le contaba sus preocupaciones, sus desdichas, y a veces le repetía entre risas:

—Estás grande y fuerte, perro dormilón.

Ruso pasaba la mañana durmiendo hasta que llegaba el almuerzo, momento en el que Esmeralda conversaba con él mientras él devoraba la comida, que siempre era abundante.

La mayor ocupación de Esmeralda era limpiar su casa, claro, después de cocinar —muchas veces para comer sola— y lavar la ropa, que siempre era abundante a pesar de que eran pocos en casa. En ocasiones, volvía a lavar la ropa ya lavada, solo porque encontraba alguna pequeña mancha que se había resistido a la primera lavada.

Finalizado el almuerzo, el perro seguía a Esmeralda hasta la puerta de la cocina, donde, también todos los días, ella le repetía que no podía entrar. Impedido de hacerlo, salía al patio delantero y se acomodaba para una pequeña siesta, que era interrumpida ocasionalmente por algún transeúnte desconocido que osaba acercarse a la reja.

Cuando había reunión de amigos en casa, a Ruso le colocaban una cadena en el collar que siempre llevaba. Lo hacían más para que no entrara en la casa que por temor a que lastimara a alguien. Todos sabían de su nobleza y de las historias que Esmeralda contaba sobre él con orgullo exagerado. Para ella, Ruso no era solo un perro: era un hijo más. Carlos, su verdadero hijo, bromeaba con eso:

—Mi madre tiene dos hijos perros —decía, entre risas.

Pero Ruso guardaba un secreto. Uno grande. Y estaba a punto de ser descubierto.

Los ladridos del perro desconocido inquietaban a Ruso, que daba vueltas alrededor de la casa. Esmeralda se acercó más de una vez a conversar con él, tratando de calmarlo.

Una agradable mañana de clima fresco, que tenía a Esmeralda de buen humor, al salir al patio le llamó la atención un quejido extraño. Supuso que era emitido por un cachorro. Al tratar de afinar el oído para percibirlo mejor, el sonido desapareció. Pensando que era solo su imaginación, decidió alejarse para continuar con sus obligaciones. Sin embargo, al volver a escucharlo, regresó al lugar donde Ruso estaba acostado.

Esmeralda se acercó a Ruso y lo quedó mirando. El perro también la miró fijamente, sin pestañear, con el cuello levantado y la cabeza inmóvil. No logró percibir nada extraño, por lo que se alejó nuevamente. Pero esta vez, a diferencia de las anteriores, el quejido se hizo más prolongado. Esmeralda volteó a ver a Ruso, quien trataba de esconder algo detrás de él sin conseguirlo. Ella pudo distinguir claramente la presencia de un cachorro con pocos días de nacido. La conducta displicente del perro se transformó de inmediato en un huracán.

El perro ladró, no con agresividad, sino con una especie de orgullo. Y entonces, aparecieron los otros dos. Tres cachorros en total, acurrucados junto a Ruso, buscando alimento, buscando calor. Y él, con ternura, los lamía con esmero.

Los ojos dilatados de Esmeralda parecían a punto de salirse de sus órbitas. Su sorpresa era tal que no atinaba a expresar palabra alguna. Gritó con tanta fuerza que el vecindario entero la oyó. Esmeralda, a punto de desmayarse le increpó:

—Ruso, perro pícaro, ¿qué has hecho? ¿De dónde has sacado esos cachorros?

Ruso respondió con un ladrido suave, amoroso, mientras movía la cola lentamente.

En ese momento, entre unos trastos, algo se movió. Esmeralda vio salir a una perrita color caramelo, delgada y con el rabo entre las patas. Caminó hacia Ruso y se acurrucó junto a los cachorros, en un gesto maternal que no dejaba dudas.

La verdad salió a la luz: Ruso había estado saliendo por las noches. Había encontrado una pequeña abertura en la reja del patio y aprendió a ocultarla con maña canina. Nadie en casa lo notó. La perrita sin dueño, la de los ladridos nocturnos, era su compañera secreta.

Con el tiempo, el misterio quedó resuelto y la familia creció. Nadie supo con certeza de dónde había venido ella, ni por qué había elegido a Ruso. Pero ahí estaban, los cinco, bajo el pequeño techo, compartiendo la rutina como si siempre hubiera sido así.

Las sorpresas que da vida, en ese patio donde aparentemente nunca pasaba nada, surgió lo más inesperado: el amor de perros. Y Esmeralda, que siempre había creído tener dos hijos perros, ya no podía negarlo: ahora tenía nietos perrunos.

 


Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Me quedé sorprendida de la decisión de Ruso e imaginaba la cara de Esmeralda jajaja. Que hermosa historia muy bien redactada. Felicitaciones PRP
Anónimo ha dicho que…
Que grandiosa historia, siga así señor Pablo, buen trabajo!