En un pequeño pueblo donde la Navidad se vive con fervor y tradición,
Eduardo, un artesano ebanista y hombre de fe, lidera cada año la creación de
una colorida comparsa llamada Los Pastores. Con dedicación, ingenio y
una profunda convicción religiosa, reúne a jóvenes y niños para preparar una
puesta en escena que honra el nacimiento del Niño Jesús. A lo largo de los días
previos a la Navidad y hasta la bajada de Reyes, el pueblo se transforma en un
escenario vibrante de música, disfraces y devoción popular. Narrado desde la
mirada nostálgica de quien vivió aquellas fiestas en su infancia, este cuento
evoca el poder de la fe compartida, el arte comunitario y la memoria viva de
las tradiciones.
Los pastores
Pablo Rodríguez Prieto
Eduardo estaba al mando del elenco, y llevaban varias semanas ensayando. Lo
hacían con ahínco y esmerada dedicación, tanto que quienes los veían los
admiraban y esperaban con ansias la sorpresa a la que ya tenían acostumbrada a
su asidua concurrencia.
La confección de los disfraces era una tarea que se ejecutaba como si fuera
un secreto de Estado. Muchos de los integrantes del grupo solo asistían para la
toma de medidas, y desconocían por completo el resultado final. Los ensayos de
las coreografías se realizaban por separado, y solo al final se ensamblaba toda
la presentación. Eduardo marcaba el ritmo con una flauta y un tambor, mientras
daba órdenes y corregía con firmeza hasta la más mínima equivocación.
Desde hacía algunos años, diversos barrios del pueblo se enfrascaban en una
ardua competencia de comparsas de baile en honor al Niño Jesús. Esta comenzaba
una semana antes de Navidad y culminaba el 6 de enero, con la tradicional
bajada de Reyes.
Eduardo era artesano ebanista, carpintero muy requerido por sus vecinos.
Decía tener la vocación de José, el padre de Jesús, y en cada uno de sus
trabajos dejaba impregnada su huella religiosa. En diciembre prácticamente
abandonaba sus labores para dedicarse por entero a formar el grupo coreográfico
y artístico para la competencia de fin de año. Su fervor religioso era tal que
estaba convencido de que, a pesar de todo, nunca faltaría comida en su mesa. Y
así era: en Navidad no solo había comida de sobra, sino también algunos
regalos, que repartía entre los niños que consideraba más necesitados del
pueblo. Estos acudían a su casa la víspera de la fiesta. Para Eduardo, lo que
ocurría en esas fechas era la prueba palpable de que, en realidad, Jesús nacía
cada año en Navidad. Predicaba con hechos lo que su fe le dictaba.
Luego de ajustar los últimos detalles en el ensayo general, estaban listos
para partir a la gran misión que se habían impuesto. Con las primeras horas de
la noche, se abrían las puertas de la casa de Eduardo, donde una muchedumbre
aglomerada esperaba con entusiasmo la aparición de Los Pastores.
Los Pastores eran parte fundamental de la celebración navideña en el
pueblo, donde al menos diez agrupaciones competían por ganarse la simpatía de
los habitantes. Cada una, a su manera, expresaba su cariño y aprecio al Niño
recién nacido, como lo hicieran alguna vez, en Belén, los pastores que tuvieron
la dicha de ver al verdadero Hijo de Dios nacer en un lejano pesebre.
Delante de la comparsa aparecía un ángel de enormes alas muy blancas,
seguido por un séquito de jóvenes voluntariosos provistos de pitos y matracas,
que simulaban a los pastores y eran siempre los más bullangueros. Detrás de
ellos desfilaban actores improvisados disfrazados de animales, acompañados por
algunos animales reales como gallinas, pavos, conejos, perros y gatos. Esa vez
incluso habían conseguido un caballo viejo y remolón, que se negaba a avanzar
al compás de los danzantes, dificultando así mantener al grupo unido. Cerraban
el desfile los tres Reyes Magos, que, para verse más altos que los demás, se
las habían ingeniado con unos zancos no muy largos, atados a las piernas y
disimulados bajo largos pantalones. Llevaban cofres en las manos, de los que
extraían caramelos que repartían entre los niños que se les acercaban. No
faltaba la estrella, representada por un enorme farol con larga cola.
Durante dos semanas, todas las noches, Los Pastores eran el deleite de
grandes y chicos en las calles del pueblo. Era curioso el momento en que, por
casualidad o a propósito, se encontraban dos comparsas en un mismo lugar. Ambas
trataban de mostrar lo mejor de sus ensayos, llegando a tal grado de
exageración que dejaban embelesados a los asistentes. Muchas veces, en medio de
estos encuentros, la brillante estrella rodaba por el suelo.
El último día, el 6 de enero, sin importar qué día de la semana fuera, Los
Pastores salían a mediodía y danzaban hasta bien entrada la noche. Entonces, un
jurado invisible y criterioso emitía su veredicto, otorgando premios al mejor
grupo, al mejor disfraz, a la mejor música y a los mejores principiantes. Eran
los propios pobladores quienes calificaban y alentaban a las comparsas a
mantener viva la tradición.
Eran las Navidades de mi infancia. Son las Navidades de mis recuerdos.
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