En Ladridos eternos, se narra la vida de dos cachorros, Laica y Balto, que crecen entre juegos, risas infantiles y la inocencia del campo. Su mundo está hecho de hojas secas que se vuelven tesoros, colas que pintan círculos en el aire y ladridos que acompañan cada paso. Pero la alegría se ve interrumpida cuando Laica enferma tras una herida dolorosa. Entre lluvias, presagios oscuros y el vuelo de los gallinazos, la narración se convierte en un retrato íntimo de la fragilidad de la vida y la inevitable despedida. Con un tono poético y emotivo, el relato celebra el amor incondicional de los animales y la huella imborrable que dejan en el corazón humano.
Ladridos eternos
Pablo Rodríguez Prieto
Llegaron un día nublado, con amenaza de lluvias. Entre brumas y un sol
temeroso, oculto tras nubes huidizas que corrían al compás del viento, dos
cachorros encontraron cobijo en el corral de gallinas. Con pasos inseguros, se
aventuraban apenas unos metros, siempre con cautela, mientras el aire mezclaba
el tufo del gallinero con los olores nuevos que ellos comenzaban a dejar.
Crecieron entre niños alegres que corrían y saltaban. Eran dos cachorros
juguetones: Laica y Balto. Los acostumbraron al juego; siempre salían al
encuentro de quien pasaba por la vivienda. Despertaban con el corazón latiendo
más rápido que el sol al asomarse. Se lanzaban sobre los pies, trataban de
lamer las manos y, si descuidabas, un lengüetazo barría tu cara. Sus patas,
todavía torpes, los llevaban a saltar sin rumbo, como si el suelo fuera un
trampolín. En ese contacto sencillo derramaban todo su mundo: pequeños ladridos
juguetones, gruñidos suaves que no intimidaban, sino que invitaban a jugar, y
resoplidos felices cuando se cansaban, aunque quisieran seguir explorando. En
cada salto, en cada mordisqueo, en cada caricia, derramaban su mundo entero.
Ladridos menudos, gruñidos juguetones y resoplidos felices formaban la música
de su infancia.
Matorrales espesos rodeaban la casa y, junto a ellos, un canal que se
llenaba de agua al llover. Corrientes sucias que la lluvia limpiaba y que, con
la torrentada posterior —convirtiéndose en un pequeño río— se transformaban en
la delicia de sus juegos. Nadábamos en medio de la tormenta, y los cachorros
aprendieron a hacer lo mismo.
Cuando descubrían una hoja seca que crujía, era como si hallaran un tesoro
escondido: la perseguían, la atrapaban, la soltaban y volvían a empezar. El
juego nunca los agotaba. La cola era otro asunto: siempre indomable, marcaba el
ritmo de su propia música, golpeando el aire en círculos perfectos de felicidad
o corriendo tras sí misma, queriendo atraparla. Una cola que no se cansaba de
pintar círculos en el aire. La alegría no necesitaba razones.
Pero la felicidad tuvo un final. Un día aciago —algo ocurrió—, Laica llegó
retorciéndose de dolor. Aullaba junto a su hermano. Los dos sufrían. Una
quemadura ennegrecía su costado. De cuando en cuando, entre el sonido de las
gotas de lluvia sobre el techo, se escuchaban los lamentos y quejidos de la
fiel compañera. La vitalidad desapareció: no corría, no saltaba, apenas se
movía, como si la vida se le escapara en cada suspiro. En sus ojos ya no
brillaba la chispa juguetona; en su lugar, una mirada apagada, húmeda, que
mezclaba dolor con una súplica silenciosa de alivio.
Muy cerca, en el establo de ordeño, entre olores de boñiga y orines
fermentados, la abuela vigilaba cada día, midiendo la cantidad exacta que sería
repartida en la mañana. Con la parsimonia de su edad repetía:
—Dos litros para el doctor, dos más para el mecánico, uno para el
ingeniero… y para la casa, ya veremos.
Y seguía el recuento tras cada chorro de leche. El ordeño no paraba hasta
que ella daba la orden. Finalmente, los becerros salían para beber lo que la
abuela disponía minuciosamente también para ellos.
Mientras tanto, la herida de Laica se agravaba: larvas de mosca surgieron
del interior. Entre mariposas de tiempos idos, el chirrido de insectos
invisibles y los quejidos reiterados de una garganta del olvido, regresaba el
acompasado y doloroso respirar de Laica.
De pronto, vientos de muerte inundaron el lugar y el vuelo de gallinazos
anunció el fin. Primero fueron dos antes del mediodía; luego, una bandada de al
menos diez plumíferos negros que volaban en círculos. Reconocían ese olor. Tuvimos
que espantarlos para que no adelantaran su festín.
El ordeño había terminado y las vacas pastaban tranquilas. De pronto se
detuvieron, como si un presentimiento las atravesara. Orejas erguidas, colas
inmóviles, ni una mosca las molestaba. Todo quedó suspendido: las mariposas,
los insectos, el viento. Hasta el tiempo parecía haberse detenido. La tarde se
enfrió y la lluvia volvió. El canal, otra vez desbordado, ya no era lugar de
juegos. Solo había silencio, quebrado por gemidos cortos y apagados.
No había nadie. Laica abrió sus negros ojos y dejó rodar una lágrima.
Su mirada fija, sin brillo y vidriosa, se clavó en quien la acompañaba.
Sus ojos, que un día brillaban como faros de alegría, ahora descansaban
serenos.
Reflejando un cielo al que parecía mirar.
El ritmo acompasado de su corazón se volvía cada vez más lento.
Su respiración, irregular y entrecortada.
Finalmente, todo acabó, esta vez para siempre.
Y entonces… nada.
Se marchó en silencio, como se extinguen las estrellas al amanecer. Entregó
su último aliento con la misma sencillez con la que vivió: sin pedir nada,
dándolo todo. Y aunque la ausencia pesa, su presencia permanece en la memoria
de cada paso compartido, en la huella de sus patas sobre el corazón. Se
transforma en recuerdo cálido, en compañía invisible, en un amor que nunca se
apaga.
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