Inexplicable pero cierto
Era víspera de navidad, me
encontraba en Tingo María a tres horas de viaje de Huánuco. Mi intención era
llegar a ver a mis hijos en esta festividad y para ello tenía a la mano un
paquete con algunos presentes para ellos. Me había retrasado mucho más tiempo del
que había previsto y dispuesto a llegar a mi destino me enrumbé a la salida de la
ciudad donde desde un puesto de control la policía efectuaba un chequeo a los vehículos
que por ahí pasaban. Desde las siete de la noche esperaba con paciencia que algún
vehículo me ayudara a cumplir mi cometido, sin embargo, transcurridas dos horas
aún no aparecía quien pudiera hacerlo. El policía al ver que no tenía mayor
labor que realizar se despidió desde su caseta de control y me dejó solo.
Cuando estaba por desistir de
realizar el viaje apareció una camioneta tipo picap color negro, cuya zona de
carga traía cubierta por una lona muy bien acondicionada. Un joven conductor se
ofreció voluntariamente a conducirme hasta Huánuco antes que yo se lo pidiese. Descendió
del vehículo, cogió mi paquete y lo introdujo debajo del cobertor para luego invitarme
a subir mientras él hacía lo mismo acomodándose al volante. Partimos
raudamente, comenté tratando de hacer conversación, que por los relámpagos que
iluminaban el cielo se avecinaba una tormenta. No obtuve respuesta. Traté de
ver su rostro, pero la noche era oscura y los reflejos de la luz del vehículo distorsionaban
sus rasgos por lo que no lo volví a tomar en cuenta. Intenté al cabo de un rato
iniciar nuevo dialogo y la respuesta fue la misma, silencio.
La velocidad del vehículo era
excesiva para una ruta llena de curvas, intuí que el silencio del conductor se debía
a su concentración en la labor de desempeñaba. Me encomendé al altísimo
pidiendo nos proteja de todo mal y de todo peligro. La amenaza de lluvia se
hizo realidad y un diluvio se precipitó sobre la tierra. La carretera a los
pocos minutos comenzó a ser ascendente en la cordillera oriental cuyo punto más
alto era la zona conocida como Carpish, donde un recién inaugurado túnel hacía más
corto el tramo carretero.
Me fijé en la hora al momento de
partir y el reloj que llevaba en la muñeca marcaban las nueve de la noche,
ahora al cruzar un puente y tomar una curva a la velocidad que llevábamos mi muñeca
chocó contra la puerta del vehículo e instintivamente me fijé en la hora, llevábamos
una hora de viaje exactamente. Mi reloj marcaba las diez.
La carretera era cada vez más
empinada con curvas más cerradas, lejos de disminuir la velocidad del vehículo
el conductor la incrementaba, lo que me obligó a viajar cogido de la guantera.
La lluvia había cesado o la habíamos dejado atrás, la noche presentaba una
serenidad increíble donde una luna llena se ocultaba por ratos entre nubes
blancas. De pronto una explosión hizo que el vehículo se detuviera, volteó para
ver al conductor y él me dice que había pinchado una llanta. En pocos minutos y
antes que yo descendiera de la cabina, él ya estaba sacando la llanta averiada,
cuando me acerqué comenzó a rodar la rueda cuesta arriba mientras me indicaba
que espere un rato pues cerca había un lugar donde repararla ya que no tenía neumático
de repuesto.
Me senté sobre una piedra a la
vera del camino, frente a mi se presentaba un precipicio que no supe calcular
la altura y tras mío una mole de piedra que mi mirada y la escasa luz no permitían
que logre ver donde terminaba, algunos árboles raquíticos y abundante
vegetación rastrera llenaban el lugar. La noche estaba fría, un viento de
regular intensidad empujaba las nubes que constantemente cambiaban de lugar
permitiendo por ratos ver nítidamente la luz de la luna y a ésta en toda su redondez.
Me entretuve arrojando piedras pequeñas hacia el precipicio para mantenerme en
calor, mi mente recreaba los últimos acontecimientos del día y luego pensé en
mis hijos, ¿estarían esperándome?
Ensimismado en mis pensamientos
no puedo precisar en que momento apareció muy cerca de mi un hombre alto de
barbas abundantes y vestido con una sotana oscura muy larga que le llegaba a
los tobillos, caminaba a trancos largos que deduje por el movimiento del vestido.
Al pasar cerca de mi se detuvo y vi en su mirada unos enormes ojos color rojo
como brasas. La única reacción que tuve fue la de arrojarle las piedras que tenía
en la mano, lo que al susodicho sujeto no le incomodó, reanudó su marcha
cuesta abajo, fue entonces que me percaté que no tenia pies avanzaba flotando
sobre el piso. Grité con todas mis fuerzas mil improperios mientras continuaba arrojándole
piedras que recogía del camino.
Anonadado aún, confundido y
estupefacto desperté al rato y me atreví suplicar por mi alma y encomendarme al
creador para que se apiadara de este humilde mortal. El vehículo había
aminorado la velocidad, se desplazaba suavemente por una carretera recta y
llana. No me atreví ver el rostro del conductor, continuaba silente y
concentrado al volante. Finalmente nos detuvimos en la puerta de la comisaria
que estaba en la entrada de Huánuco. “Acá se baja” fue lo único que dijo el
chofer, por lo que no esperé más y apresuradamente descendí e intuitivamente levanté
por primera vez el todo de la camioneta para recoger mi paquete, di un salto
hacia atrás al ver que dos personas parecían dormir acostadas una junto a la
otra. Partió entonces el vehículo con la misma premura que lo trajo hasta aquí.
Un guardia salió del puesto
policial, lo miré aturdido. Pregunté por qué no revisó a la camioneta que
acababa de partir. ¿Qué camioneta? Inquirió. No sabía que responder, vi mi reloj
era las diez de la noche, sacudí mi brazo pensando que había dejado de
funcionar, un enorme reloj dentro de la comisaría marcaba la misma hora. ¿Está
usted bien? Preguntó el guardia. ¿Esta bien la hora de su reloj? replique, me respondió
afirmativamente. Me alejé sin saber que decir.
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