Felipa del Pino

 

Felipa del Pino era una mujer delgada, alta, blanca, de cabellos rubios entrecanos. Vivía sola desde hacía buen tiempo. El marido y sus dos hijos un buen día partieron del pueblo y nunca más se los volvió a ver. Se decía, que luego de estar en el pueblo y realizar algunos buenos negocios se alejó dejando a su mujer, quien obstinada se quedó perseverando en los sueños que les trajo a estas tierras ajenas para ellos. Luego de varios años de soledad y algunos malos manejos financieros de a pocos fue perdiendo la cordura. De ser propietaria de varios terrenos y una pequeña parcela ganadera de pronto se quedó sin nada. Ahora vivía en las afueras del pueblo en una covacha a la vera de un camino solitario y se alimentaba de la caridad de sus vecinos sin querer aceptar su condición indigente. No perdía la costumbre de recorrer las calles polvorientas en algunas épocas y en otras como en ésta, llenas de charcos por las lluvias. Lo hacía cubierta con un abrigo largo y sucio, debajo del cual solo traía unos calzones que le quedaban grandes los que acomodaba constantemente dejando ver su escuálido y envejecido cuerpo. Siempre portaba un estuche con cosméticos y un pequeño espejo en el que constantemente retocaba el maquillaje exagerado de su rostro.


El pueblo tenía una actividad comercial muy activa por las mañanas, por lo que al estar ocupados la mayoría de los transeúntes poca o ninguna atención le brindaban a este esperpento de mujer que por lo general era pacífica, nunca intentaba hacer amistad con nadie y en muy escasas oportunidades dirigía la palabra a algún viandante, cuando ello ocurría era para tratar de explicar alguna hilarante historia poco creíble y difícil de entender.

Felipa del Pino, llegó a las puertas del banco como muchas veces lo hacía, para soltar improperios al gerente del banco a quien acusaba de haberle quitado sus propiedades, pero a diferencia de los días anteriores esta vez entró a las oficinas que las conocía muy bien y sin mediar palabras con nadie, en silencio se dirigió al escritorio de Ernesto Zuker quien al verla no la reconoció de inmediato, había cambiado bastante desde la época en que litigó con ella por asuntos financieros.

  Te traigo un pequeño regalo, miserable de mierda –  dijo como saludo a la vez que de una bolsa extraía tierra y la arrojaba sobre el cuerpo del gerente y los escritorios adyacentes, mientras soltaba una horrible carcajada que estremeció a todos los empleados y clientes presentes en ese momento.

– ¡Sáquenla de aquí! – ordenó Ernesto Zuker ahogándose entre los polvos arrojado a su rostro.

  Quiero que te mueras desgraciado, y si no lo haces… tu hijo morirá muy pronto – le dijo acercándose a su oído.

– ¡Fuera! ¡fuera! – gritaba Ernesto Zuker enloquecido, mientras sus desorbitados ojos parecían ver al mismísimo diablo frente a él.

– ¡Nadie me toque! – gritó Felipa del Pino – el que me toque morirá primero –  y volvió a soltar otra desquiciada carcajada.

Salió del banco tal como llegó, rengueando, arrastrando una pierna, lentamente, dejando tras de sí un olor irritante, mezcla de orines, sudor y quien sabe que más. Todos le abrían paso. Todos fueron testigos de la imprecación, nadie se atrevió a apresurarla a salir.

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