La casa de la tía.
Los últimos rayos del sol luchaban desesperadamente por no ser tragados en el mar. El cielo limpio y despejado, contrastaba con el ambiente que sentí dentro del camión donde viajábamos. Al despertarme noté que el viaje ya llevaba varias horas, un sopor muy fuerte me hacía transpirar abundantemente. Miguelito seguía durmiendo en los brazos de la tía Lucrecia, yo me había quedado dormido sentado, entre la tía y otra señora que viajaba con nosotros. El que manejaba era un señor que lo vi el día que llegó mi papá. Reía constantemente y mostraba unos dientes muy pronunciados desordenados y sucios, como sucios también eran los pantalones y la camisa que en ese momento llevaba.
Luego de cruzar un gran cañaveral, que nos demandó un montón de tiempo, encontramos una gran imagen del “Señor de la Caña” junto a un letrero que nos anunciaba que estábamos en la “Hacienda Chiclín”. Una gran explanada y muchas personas realizando trabajo de campo, constituían un oasis en medio de tanto verdor. El camino continuó igual por mucho tiempo más, una gran acequia corría junto a nosotros y por donde se levantara la mirada solo se veía caña. “Caña de azúcar”, nos recordaría enfáticamente la tía.
En algún momento dejamos el camino junto a la acequia y ahora el viaje era lento. Un enorme desierto lo cubría todo. No había carretera, por lo que el viaje era a tientas, guiados por la ubicación del sol, como única orientación natural. Alguien le había dicho al chofer que se dirigiese hacia el mar y hacia allá intentábamos llegar, teniendo al sol siempre frente a nosotros. Si es que alguna vez hubo algún camino, éste seguramente desapareció con la fuerza del viento que constantemente cambiaba de lugar a la arena.
No pude dejar de preguntarme ¿en qué viajamos, en camión o en barco? ¿Por qué hacia el mar? La respuesta llegó sola, cuando una ráfaga de viento nos cubrió de arena.
A la distancia se pudo apreciar las primeras casitas, que se percibían diminutas. Variando ligeramente el rumbo, llegamos cuando las primeras sombras de la noche comenzaban a notarse.
Mi papá, el tío Bernabé, Oswaldo, y dos señores más, saltaron cuando el vehículo se detuvo frente a la casa a la que llegamos guiados por la tía Lucrecia. Miguel se había orinado estando dormido y todos olíamos a meado, ahora lloraba porque lo habían despertado. Los brazos de mi padre que prontamente acudieron a él, sirvieron para calmarlo.
De inmediato comenzaron a bajar los cachivaches que trajimos. Mi hermano mayor se encargaba de cuidar que no se maltraten o golpeen nuestras pertenencias. Yo corrí para coger mi caballito de madera con mecedora, que de inmediato lo coloqué sobre la vereda de madera que la casa tenía. Miguel se bajó de los brazos de mi padre para pedirme que lo subiese también a él.
De entre las sombras apareció una niña, ligeramente mayor que yo, de la edad de Oswaldo posiblemente. Se arrimó a una de las paredes de la casa y nos observaba. Más allá, escondidos y protegidos por la oscuridad, pude descubrir que había más niños. Seguramente que eran los primos de los que nos habló mi papá. Miguel se apoderó del juguete, yo traté de acercarme a la niña, ella se corrió a esconderse entre las sombras y desapareció.
La casa era grande, muy alta, toda de madera. Después de la vereda donde nos encontrábamos, seguía un espacio amplio techado también con madera, donde había dos “mecedoras” y algunas sillas tejidas con paja. Luego recién se encontraba la puerta principal, amplia, alta y de doble hoja, asegurada con una cadena y un candado, que daba acceso a una salita repleta de muebles y estantes donde se podía encontrar muchos libros y adornos muy variados. Esta puerta solo se abrió para darnos la bienvenida, luego descubriríamos que estaba prohibido para nosotros volver a cruzarla. Detrás de la sala, un pasadizo amplio y largo nos conducía hasta el corral, a la derecha se encontraba el dormitorio de los tíos, lugar donde estaba también prohibido asomar siquiera las narices. Enfrente habían dos cuartos que eran los de los primos. Después se ensanchaba el corredor para dar paso al comedor, donde una enorme mesa se encontraba cubierta por un mantel de tela bordado a mano, sobre ella un florero grande repleto de flores naturales. La cocina, era amplia y ventilada, en todo el rededor las paredes eran bajas y más bajas aún eran las que daban al comedor. Enfrente, un cuarto amplio, pero repleto de muchos objetos y baúles, sería el que nos albergaría cada día al caer la noche. Refugio, al que solo nos estaba permitido ingresar al final del día. Una cama antigua y ancha, con cabezal de bronce y base de metal muy grueso y pesado, que tenía un colchón enrollado de muy mal aspecto encima, nos fue dada para disponerla en nuestro descanso nocturno. En ese cuarto encerraban al perrito por las noches, por lo que cuando abrieron las puertas para mostrarnos el lugar, un fuerte olor a orines del cachorro llegó a nuestras narices. La tía ordenó que se abrieran las ventanas y que las puertas no se cerraran; “para que se ventile” puntualizó. Al asomarme por una de las pequeñas ventanas, un fuerte olor a caca de gallina llegó hasta mí. La tía, dirigiéndose a mi padre dijo que ordenaría para que el corral de las aves se cambiara de lugar. Mi padre, más por cortesía que por agrado dijo que no se preocupara tanto, a lo que ella respondió severa “es mi casa y aquí mandó yo”.
Comentarios
Un placer seguir este Blog
Saludos
Patricia
Bibliotecaria argentina
http://bibliotecadelaesbn18ydelaepbn47.blogspot.com/
Me llena de gozo saber que mi trabajo es reconocido por ustedes.
Un abrazo
Pablo
Saludos.
ES muy bueno eso.
Placer visitarte, Pablo.
Alicia
Felicitaciones
Y gracias por tu visita, espero que llegues y comentes. Gracias.
Alicia, tu comentario me alaga.
Colibrí viajero vuelve siempre. Pluma roja me comprometes en esta historia.
Un abrazo a todos los amigos del blog. Los espero.
Un abrazo
me encantan tus relatos!!!
nos vemos pronto...
Besos