Solo ellas supieron
Habiendo partido de Huaral, por un
camino carretero ascendente y accidentado lleno de curvas y precipicios,
estaban por llegar al pueblo de San Pedro de Carac. El verdor de las chacras
colindantes contrastaba con el color de los cerros que se mostraban áridos.
Sobre el camión un tanto destartalado, unas veinte personas gritaban alegres al
saberse cerca del terruño. Todos jóvenes y entusiastas, volvían para la fiesta
en honor a San Pedro, patrón del pueblo. Ni siquiera la incomodidad del viaje,
arruinaba el gozo que expresaban.
Paty era la única extraña del grupo,
viajaba junto a Vilma su entrañable amiga, compañera de clases y de alguna que
otra fiestecilla cada fin de ciclo. La emoción les embargaba, muchos de ellos
volvían a Carac luego de algunos años y la fiesta era prometedora. Habría
corrida de toros, procesión, buena comida, abundante bebida y baile. Las
celebraciones estaban programadas para desarrollarse en cuatro largos días. En
cada curva, el conductor reducía la velocidad del vehículo y con mucho cuidado
realizaba una peligrosa maniobra por lo estrecho del camino.
A la entrada del poblado, al detenerse
el camión, los pasajeros saltaron llenos de euforia. Paty y Vilma fueron las
últimas en descender. Quizá esperaron la ayuda de algún cortés caballero que
nunca llegó. El pueblo era pequeño, unas cuantas casas se apiñaban en torno a
la plaza principal y más allá las viviendas se ubicaban a la vera de caminos
que se alejaban serpenteando el inclinado terreno. Las chicas tuvieron que
caminar algunos minutos hasta llegar al hogar de la abuela de Vilma, antigua
residente de Carac por ascendencia y por edad, quien se mostró muy alegre con
la llegada de su nieta a quien no veía desde hacía mucho tiempo. El ajetreo en
la morada era la expresión que la fiesta había empezado. Era cerca de media
mañana, el día era soleado, pero dentro de la casa se sentía frio. Algunas
nubes oscuras amenazaban lluvia, por lo que todos rogaban al santo patrón del
pueblo que las aleje para no malograr la fiesta.
El fastuoso almuerzo era acompañado de
botellas de cerveza que no dejaba de circular una tras otra. Para la ocasión
habían sacrificado un toro y las viandas eran repartidas generosamente. Dos
bandas de músicos acompañaban intercaladamente a los convidados en la plaza del
pueblo. Los alegres compases y las cervezas hicieron que las primeras parejas
se animaran a bailar. La jarana comenzó con mucha algarabía y no paró hasta el
día siguiente en que sacaron de la iglesia, acompañados del cura y su sequito, la
imagen de San Pedro. Luego de recorrer las calles de la explanada en procesión
solemne, en las que más de una vez San Pedrito, como llamaban a la imagen, se
vio en riesgo de rodar al suelo desde sus andas, retorno a la Iglesia donde un
grupo de damas repartía ponche a los trasnochados acompañantes.
La fiesta en las calles continuó durante
gran parte del día donde los músicos no paraban de tocar las canciones que
estaban de moda. Las largas horas de diversión y los efectos del alcohol
ingerido se manifestaba en muchos vecinos, que no pudiendo llegar a sus
domicilios se quedaban dormidos en las veredas. Para la noche se anunciaba la
fiesta de gala con una orquesta y a la que solo tendrían acceso los que tenían
una invitación especial. Paty y Vilma decidieron descansar por la tarde para
disfrutar la difundida reunión.
Por la noche antes de ponerse los
vestidos fiesteros, optaron por dar una vuelta por la plaza para disfrutar algo
de la festividad popular. Para ello caminaban desde la casa de abuela por una
calle oscura y desolada en la que por un lado había una colina elevada y por el
otro un barranco de varios metros de profundidad. En este trayecto sintieron
ganas de orinar. Como quiera que estaban solas y las acompañaba la oscura
noche, decidieron hacerlo en medio del camino.
Sin entender por qué, las dos sintieron
miedo y se levantaron antes de lo previsto en el momento que de la colina
descendía algo que no pudieron entender que era. Avanzaba en desordenado tropel
rugiendo como un toro, relinchando como un caballo, mientras se abalanzaba
hacia donde estaban las amigas. Las dos coincidieron que unos enormes ojos
rojos fue lo único que pudieron ver en medio de la oscuridad. Se abrazaron muy
fuerte mientras gritaban con todas sus fuerzas. Lo que fuera, pasó muy cerca de
ellas y saltó por el despeñadero dejando tras sí un último roznido. Luego, un
silencio absoluto, pudieron oír el silbido del viento y sentir el frío de la
noche que les congelaba la sangre. Corrieron de vuelta a la casa de la abuela,
donde todos estaban en ajetreo alistándose para continuar la fiesta de la
noche. Al contar lo sucedido, nadie les creyó. Tal vez por la farragosa
explicación, los presentes pusieron en duda que hayan gritado tan fuerte, como
decían, sin que nadie haya escuchado nada. Sus gargantas secas y la afonía de
sus voces era lo único que evidenciaba el extraño suceso. Enviaron a dos
jovencitos para indagar por el lugar, los que retornaron pronto para decir que
no había nada extraño. Ellas insistían que era aterrador lo que vieron,
sintieron y escucharon. Igual, nadie les creyó. La abuela les preparó un vaso
con agua de azahar para calmar los nervios. Ante la evidente disensión,
entendieron que era inútil seguir explicando lo que les ocurrió. Como
resultado, una fuerte abulia se apoderó de ellas, estaban pálidas, sentían que
se iban a desmayar, terminaron vomitando. Para ellas la fiesta se acabó, no les
quedó ganas de volver a salir.
Al día siguiente renunciaron a seguir
disfrutando las celebraciones de San Pedrito y antes de alejarse del pueblo
decidieron investigar por su cuenta en el lugar. Hicieron el recorrido de la
noche anterior y encontraron los vestigios de los orines. En el polvoriento
camino solo vieron sus huellas que, al estar asustadas, dejaron dando vueltas
en el mismo sitio y más nada. Ni una rama rota, ningún rastro de animal, ni una
pista del bulto gigantesco que casi las atropella. Nada en la colina, nada en
el barranco. Solo ellas supieron lo que en realidad pasó.
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