Lechero
Caminábamos por las mañanas, muy temprano cuando comenzaba a
clarear el día, junto a una cerca larga, para llegar al lugar donde el abuelo
ordeñaba a las vacas que las había ordenado y amarrado junto a una larga canoa
llena de cáscaras de plátano que ellas comían mientras permitían se les
extraiga el blanco líquido. Al llegar al lugar y antes de poder siquiera
saludar, era recibido por un chorro de leche caliente, que
a propósito era arrojado directamente de la ubre por la manos expertas de mi abuelo, que sentado en una
banquita pequeña ordeñaba y ya tenía llena varios baldes con el fruto de su
trabajo. El diálogo era breve, debía yo recoger estos baldes para llevarlos a
la casa, donde mi abuela ya me esperaba con las botellas limpias, escurriéndolas
en una barbacoa de madera ubicada en la ventana de la cocina; una taza de
humeante mazamorra de granos tostados al que llamaba “upe” esperaba por mí
mientras ella vertía la leche en los envases que luego colocaría en una pequeña
alforja, para poder transportarlas con comodidad.
El recorrido era siempre el mismo desde hacía mucho tiempo.
Primero la casa del ingeniero, donde me esperaban con la puerta abierta y la
linda sonrisa de una señora; seguía la casa del doctor, ahí había que tocar
varias veces y nunca pude ver quién era el que me recibía las dos botellas,
pues solamente aparecía una mano ancha y llena de pelos que de inmediato
cerraba sin decir palabra alguna. Seguía el bar de don Eladio, en cuyo local siempre
se escuchaba un bolero melancólico, me recibía las cuatro botellas una linda
señorita con delantal rosado siempre impecablemente limpio que acariciaba mi
cabeza, preguntaba por mi nombre y reía mostrando una fila de menudos dientes. La
última botella la debía dejar en una casa de segundo piso junto al cine “Tropical”
y frente al bar de don Eladio, tocaba la puerta y debía de sentarme a esperar
en la vereda de la calle, bajaba con mucha paciencia una señora gorda con una
enorme bata que arrastraba el piso, pero trasparente que dejaba ver mucho de la
que llevaba dentro, al recibir la botella siempre trataba de conversar conmigo,
preguntaba por el abuelo, por mis estudios, por mi maestra o por la vaca que
daba la leche, nunca esperaba respuesta y sola se respondía mas o menos así:
como está el abuelo, ¿bien? que bien que bien, dale mis saludos, hace tiempo
que no lo veo, ¿dices que está bien? Qué bien, que bien; daba la vuelta, se
acomodaba en la estrecha escalera que la conducía al segundo piso y me pedía
que cierre la puerta, cuando lo hacía gritaba con voz ronca: ¡gracias!
Culminada esta tarea, me dirigía al mercado con una lista
que la noche anterior mi madre había colocado en uno de mis bolsillos. Mi
alforja libre del peso de las botellas se volvía a llenar con papas, cebollas y
tomates que siempre me recordaban traerlos sin apretarlos para que lleguen
enteros; el paso por el carnicero era lo más desagradable que debía hacer, el
olor que emanaba de ese lugar me causaba dolor de cabeza y solo me limitaba a
recoger un paquete que ya estaba listo todos los días, incluyendo domingos y
feriados, con lluvia o sin lluvia como solía decir el abuelo. De ahí pasaba a
la bodega para comprar arroz, frejol, fideos, sal, azúcar, condimentos, que
condimentos me preguntaban, no se aquí dice condimentos, respondía. Finalmente
con las bolsas llenas me dirigía a la zona de los ponches, unas veces era ponche
con jugo de naranjas, otras veces con masato caliente y rara vez ponche solo. El
sonido del batido a mano del ponche retumbaba por todo el mercado y solo era superado
por la voz que desde unos parlantes anunciaba las ofertas de tal o cual puesto o
saludaba a alguien por su cumpleaños.
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un abrazo
fus