¡Pulgas!


Por ese entonces también descubrí lo más latoso que puede pasar en la vida de un ser tan pacífico como yo. La primera vez que lo sentí me hizo saltar, sin poder entender que estaba pasando. Como pude me rasqué y al poco rato otra mordida, en otra parte de mi cuerpo, luego otra y luego otra más. Cuando se calmó la molestia, pensé que se habían acabado mis pesares, cuan equivocado estaba. Al cabo de unas horas volvió el ataque, me desesperaba, con las patas y los dientes trataba de eliminarlas, lo que me producía un escozor mayor y algunas heridas que aunque pequeñas eran cada vez más incomodas. En poco tiempo las mordidas fueron en varias partes de mi cuerpo al mismo tiempo. Al no poder evitarlas, intente acostumbre a soportarlas, para de ese modo no lastimarme al rascar. Pero, la cosa ya no era broma, había momentos muy largos que no me dejaban dormir, en el mejor de los sueños, que aunque pocos son necesarios para mi existencia, me despertaban y tenía que mantenerme en movimiento, subiendo y bajando a los ladrillos y tratando de alcanzar mi cola en frenéticas e interminables vueltas que terminaban por marear a mis atacantes y cansándome a mí.
¡Pulgas, este perro está lleno de pulgas! Alguien se encargó de hacérmelo saber. Eran pulgas las que me atacaban día y noche. ¡Hay que eliminarlas! Fue la orden de martica, quien armada de valor, cólera y deseos grandes de eliminarlas subió a donde estaba. ¡Joel, Romel vengan, amárrenlo, yo le echo agua y ustedes lo soban con detergente! Repartía órdenes la gorda. Primero puse resistencia, luego descubrí que era innecesario oponerse a esa determinación. Me quedé quieto y con mucha paciencia comenzó a sacarme un montón de pequeñas criaturas que luego de aplastarlas las arrojaba al agua. Yo veía con complacencia que me las quitaran pero comencé a sentir frío en las patas al tenerlas tanto tiempo dentro de la bandeja con agua, luego el frío subió por mi espalda y comencé temblar. Sentí miedo y una vez más me orine. Me llamaron cochino, y me echaron mas agua fría para luego dejarme como estaba. Se fueron todos, quedé chorreando agua por todos lados. Me sacudí y al hacerlo vi que me calentaba un poco con el ejercicio. Seguí sacudiéndome por un buen rato hasta que cansado me quedé dormido.
Había sol y eso ayudó para volver a sentir calor. La molestia de las pulgas había disminuido. No las sentía, pero me dolía todo el cuerpo, para bañarme me habían cogido muy fuerte por todas partes. Para que no escape, Raúl me cogió de la cabeza mientras que Joel estibaba mis patas traseras y la cola.
Agradecí que me sacaran esos bichos, pero sería mejor si me dejasen descansar sobre el mueble que había en el piso de abajo. Dormí un buen rato, desperté con hambre pero mi comida estaba con moscas y también con detergente y con pelos que había perdido a la hora del baño. No me quedó otra que intentar echar algo al estomago. Así que con los dientes cogí una pata de pollo y la arrastré a un rincón, sabia mal, cerré los ojos y comencé a masticarla.
Aprendí a comer comida fría, pasada, malograda y encima llena de moscas y de lo que ellas dejaban después de comer sobre mi comida.
Mis patas crecían, yo lo podía notar pues cada vez era más fácil subir a los ladrillos y cada vez era más lo que podía ver afuera. Estaba creciendo, era cierto. Había dejado de ser el cachorrito que todos buscaban para jugar, ya era un perro viejo que mostraba los dientes cuando algo no me gustaba. Me convertía peligroso para los niños Según lo dijo la sabia Martica.
Mis ladridos eran más fuertes y más frecuentes por las noches. Sentía fácilmente cualquier movimiento, que respondía con ladridos sonoros. Sin embargo, no solo ladraba más, también saltaba más. Al despertarme, a cualquiera de las horas que fuesen, trepaba a los ladrillos junto a la pared tratando de ver quien pasaba o que ocurría, por lo que estirando mi cuello hacia la calle ladraba con fuerza.
La dulce Martica que sacaba diligentemente mis pulgas al bañarme, ordenó un buen día que ya no debería de estar ahí. ¡Este techo es una inmundicia! Gritaba, mientras se lamentaba de no poder dormir por las noches por mis ladridos. ¡Sáquenlo de aquí!
Y fui sacado del techo de la casa, el único lugar que conocía, claro después de la escalera que recordaba haberla orinado alguna vez.
Joel ya no podía cargarme, por lo que cogiéndome de las patas delanteras me llevó hasta el corral. Puso un cartón en un rincón, llevó una bandeja con agua y dejó junto a mí un plato viejo pero limpio con comida caliente. Estaba emocionado, mire por todos lados y comencé a descubrir que el mundo era más grande de lo que yo imaginaba. Sentí hambre y el aroma delicioso de la comida fresca me abrió el apetito. Ojala así fuera todos los días. Más gente se acercó hasta mí. Muchas de las voces las reconocía, aunque nunca las había visto. Mamatamen, fue la más cariñosa, ayudó a Joel en el traslado y fue ella la que me llevó la comida caliente. Joel le llamaba así y para mí siempre fue así, mamatamen.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
No me gustó la historia del perro.
Son crueles los humanos de tu historia.
Cintya.

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